Enjundias

Crónica de los días que pasan

 

Con los ojos cerrados. Podía permanecer así en aquellas mañanas de abril.

Yo la contemplaba desde el marco de la puerta sin atreverme siquiera a realizar un gesto con la mano. A ella, sin embargo, no le importaba cantar en voz alta delante de mí mientras cerraba sus ojos durante horas haciéndose la sonámbula, manoteando al aire sus enjundias imaginarias.

Me acostumbré a sus tremendas causas perdidas y le llevaba zumos de naranja a la mesita de noche hasta que yo mismo terminaba por bebérmelos de un sorbo inútil, asumiendo que las vitaminas se habían volatilizado en la espera.

No fueron aquellas dulces e inacabables mañanas sino la dejadez de ánimo lo que lo ensombrecía todo y lo convertía al tiempo en algo decadente y misterioso no sin cierto encanto indescifrable.

Con los ojos cerrados ella palpaba los lóbulos de sus orejas buscando en ellos sus pendientes, yo me acercaba despacio con unos pequeños aros de plata en las palmas de mis manos y en ese momento se producía el milagro: la mujer, como un cachorro recién nacido, olfateaba y reconocía el olor de la plata y, con sus dedos ágiles e intactos, como de niña acostumbrada a tejer, conseguía a ciegas y mecánicamente insertar la tuerca en el zarcillo con magistral acierto. En esos instantes, yo siempre imaginaba que la foto de mi vida era precisamente esa, la que nunca me atrevería a tomar; la fotografía de un acto de coquetería secreto e indescifrable.

No logro recordar cuanto tiempo se prolongó esa situación que me enervaba día a día. Un año, tal vez dos. Hace mucho tiempo ya de todo aquello, sin embargo tatuó mi vida y hasta lo echo de menos.

Debo padecer uno de esos horribles síndromes modernos. Estocolmo le dicen. Estocolmo. Martirio. Berlín. Tormento, qué más da …

Sin explicación posible, aquellos días ligeros de abril resultan gratos a mi memoria. Hubo paz y derrotas y ella acomodaba su cuerpo entre el edredón y la sábana de un modo, que me producía un vértigo sagrado e infinito logrando calmar mi angustia.

Era elegante y descuidada al mismo tiempo y podía permanecer durante horas en la misma posición, dándome las gracias por hacerle una visita; llamándome por otros nombres.

 


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