Lewis era nervioso y metepatas, además de seco de carnes y más feo que un dolor, pero en el fondo no era mal tipo. Nunca hizo mal a nadie a sabiendas, solo esa fea costumbre de decir inconveniencias. Bueno, también tenía otra, la de mascar tabaco y escupir en cualquier parte. Los que lo conocían se armaban de valor para aguantarle, aunque a veces era difícil de soportar. Recuerdo aquella tarde en que fue a visitar a los Ollson. Bueno, a los que quedaban de la familia, una viuda y dos hijas, pues el señor Ollson acababa de ser ajusticiado en la horca por no sé qué robo de poca monta. Parece ser que un par de gallinas para llevar algo de comer a casa; pero en el poblado todos eran muy dados a las soluciones drásticas y a tomarse la justicia por su mano ante la mínima, y no tuvieron ningún miramiento ni con él ni con su familia. Así que, tras una votación rápida a mano alzada, prepararon la soga y llevaron a su víctima al árbol donde solían colgar cada semana a dos o tres.
El caso es que aquella tarde, Lewis, mascando su asqueroso tabaco como era habitual, se dirigió hacia la cabaña de madera para darle el pésame a la viuda. Y como era poco delicado y nada habilidoso en el manejo de situaciones complicadas, resultó que su conversación dejó mucho que desear:
—Hola, Mary, ¿cómo estás? Pasaba por aquí y me dije: “Voy a visitar a una buena amiga y darle el pésame.” Siento mucho lo de John. En el fondo era un buen hombre. Sí, señor. Por cierto, se me ha roto un cordón de los zapatos: ¿tenéis una cuerda?
Mary le miró sin decir nada. Su rostro expresaba cansancio y tristeza. Dudaba entre darle las gracias a Lewis o mandarle a paseo. En ese momento entraron las mellizas, Dorothy y Ellen, tan pecosas y pelirrojas ambas, con sus trenzas recién hechas, revoloteando como mariposas.
—Mira a quiénes tenemos aquí, a las hermanas más guapas del pueblo. ¡Que me ahorquen si miento! —dijo tras soltar un escupitajo al suelo, oscuro como la pez.
La expresión de Mary era un poema. No podía dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo.
Lewis, no sabemos si por ser consciente de que estaba metiendo la pata o simplemente porque no se le ocurría nada que decir, se quedó un rato cabizbajo mirándose las manos largas y sarmentosas. Luego, ladeando la cabeza hacia el hogar donde ardía un tímido fuego, dijo:
—¿Colgáis los tasajos de buey cerca de la chimenea para que se sequen?
Y luego, ya para rematar, señalando una vieja foto de la pared donde aparecía el difunto en tonos grises:
—Ese retrato está mal colgado. Si me dejas un martillo te lo arreglo. Seguro que John me lo agradecerá.
Y volvió a escupir su asqueroso tabaco.
En ese momento, Mary se levantó como un relámpago con la intención de coger el rifle, pero pensó que con un muerto en la casa ya había bastante, y, muy seria, indicó al visitante con el índice el camino de salida. Así fue como se decidió a echar a Lewis con cajas destempladas.