Elvira, muerta, se desvela en Atacama

La sombra liberada


Elvira Gutiérrez está sentada en el interior de un carromato oxidado en el desierto de Atacama. Hay una hora del día en la que, por la inclinación del sol o el efecto de la fata morgana, el carromato toma el aspecto de un Rolls Royce herrumbroso. Elvira está sentada en un asiento color camello, raído y cuarteado. Un lagarto verde césped se le pasea por la falda de terciopelo verde aceituna con dibujos cabalísticos. A Elvira no le gusta esa falda, alguien se la puso sin consentimiento. Ella hace como si no viera al bicho, aunque es un lagarto terrible y muy venenoso. Quizás no le importe mucho la muerte a esas alturas de la historia, cuando ya está todo contado y a nadie le importa quién fue Elvira. ¿Quién fue Elvira? ¿Acaso Elvira Gutiérrez le importa a usted, indolente lector, tan indolente como yo? Además, Elvira lleva dos décadas muerta cuando acontece este episodio y su aspecto, la verdad, es poco agradable.

Si no se puede vivir dos veces tampoco se puede morir dos veces, y Elvira lleva ya varias décadas en la tumba del cementerio de Almagro, Campo de Calatrava. Elvira lleva un ramo de flores blancas en la mano, sujeto como si le fuese la vida en ello. Lleva ese ramo de flores blancas como quien lleva una toga, una mantilla. Su ramo de flores blancas no es una virginidad que se le entregue a nadie. Diego, viejo y cansado, contempla a su madre muerta y enterrada en Almagro, Campo de Calatrava, y aparecida hoy en el interior de un Rolls Royce oxidado y casi hundido en la arena del desierto de Atacama. Diego no se sorprende del fenómeno inexplicable, porque Diego de Almagro ha vivido mucho y llegó a la edad en la que nada te puede sorprender mucho. Elvira Gutiérrez, de Almagro, abandonó a su hijito Diego nada más nacer, y se lo entregó a la campesina Sancha López.

Diego se sienta ante Elvira y ensaya algo. Un insulto, lo primero. Una queja, luego. Y por fin nada, así que calla. Diego se da cuenta de que tras cincuenta años de vida ya no le puede reprochar nada a Elvira. Si la acusa de abandonarle, ella le recordará a toda esa gente a la que él abandonó a lo largo de esos cincuenta años de su vida. Si le acusa de traición, ella le sonreirá y con su mirada le afeará: ¿tú no traicionaste a nadie, Dieguito?

—¡No es lo mismo, no es lo mismo!

En el desierto las palabras se pierden y no las escucha nadie, no hay paredes que devuelvan el eco.

—Siempre quise vivir en Almagro, dice Diego un rato más tarde, siempre pensé cómo debía ser Almagro. Me dijeron que era una ciudad palaciega, aunque también me dijeron otras cosas, me dijeron que era una aldea de catetos, me contaron leyendas fabulosas de príncipes y princesas, y también cuentos de campesinos y de ignorantes. Me contaron todo tipo de cuentos. Pero jamás pasé una sola noche en Almagro, añade luego. Y por fin le suelta a Elvira: eso no te lo perdonaré nunca.

Claro, claro, mi Dieguito, susurra ella y luego lanza el ramo de flores por la ventanilla del carromato desvencijado. Las flores caen encima de la arena amarilla y muerta y se secan y se pudren en un santiamén, como en un efecto especial de cine. Yo ya estoy muerta, dice ella mientras las flores se pudren. Yo te traje al mundo, y lo que hayas hecho con el mundo al que te traje nos es cosa mía ni me importa. El mundo es una lugar muy feo y muy malo, así que, si en él haces cosas malas o feas, o las dos cosas a la vez, nadie que esté en sus cabales te lo va a reprochar.

[Por un instante (un instante muy raro), Diego recuerda a una tal Ofelia, muerta y ahogada, a quien un poeta español llamado Juan Eduardo quiso revivir, pero no lo logró.]

—Deberías saber eso, Dieguito.

—Por si no lo sabías conquisté Cuzco. Y luego Chile. ¡Conquisté Chile! ¿Me oyes? ¡Yo solito conquisté el puto país de Chile!

Y Diego piensa para sus adentros: hubiese preferido vivir a tu lado en Almagro más que haber conquistado países. Pero me lo callo, porque te veo como ausente.

—¿Ausente? Estoy muerta, Diego, coño ¿acaso no te das cuenta? Y te diré más: a ti no te veo muy entero.

Y entonces Diego recuerda que un tal Francisco de Pizarro le cortó la cabeza, por sedicioso, en la Plaza Mayor de Cuzco el 8 de julio de 1538. Su cabeza yace a los pies de la madre y el lagarto verde está entrando en la boca, lento y prudente, pues ese es el refugio que ha escogido el reptil para pasar esa noche aciaga. ¡Jolines! Algún artista barroco debería haber pintado eso. Ay. Cuántas cosas desconocemos de la conquista de América, me digo.