Durga es en Pather Panchali (Satyajit Ray, 1955) una niña saltarina, bastante asilvestrada, que vive en la casi chabola de su familia, en terreno propiedad de unos parientes. Estos, a su vez, viven en un gran caserón vecino, rodeado de cantidad de árboles frutales, de los que, para desesperación de su tía, roba periódicamente frutos. No son para ella, sino para entregárselos, a escondidas de su madre, a su abuela, con la que mantiene una gran, silenciosa, complicidad.
En casa de Durga vive, aparte de ella y su abuela, su madre. Aparece ocasionalmente su padre, un hombre despreocupado e iluso, que cree que podrá vivir algún día de sus poesías, pero que mientras tanto pasa largas temporadas lejos de casa, intentando ganar un dinero con el que pagar sus deudas.
La escena que quiero comentar tiene lugar hacia el final de la película. Destaca, en medio de un film con interpretaciones muy naturalistas, casi de documental, como una escena con la que la relaciono de «La Maison des bois» (Maurice Pialat, 1971). En esta última, una madre recibe la confirmación de la muerte de un hijo suyo durante la Primera Guerra Mundial. En la de Ray, la madre ya sabe que su hija está muerta, lo que la ha dejado postrada en un estado catatónico, pero la visión de un objeto le restriega de nuevo esa realidad en la cara. Ambas, incapaces de resistir lo que ese hecho representa, estallan en gritos y sollozos inconsolables.
Llega el padre a su casa. Ha avanzado un tiempo su regreso porque, después de pasar muchas penalidades, las cosas parecen habérsele enderezado. Con el dinero que ha conseguido reunir compra regalos para sus hijos y llega con la emoción de ofrecérselos. Al dar con la casa, le sorprende su lamentable estado de semidestrucción. Sin embargo, ahí está su mujer, quien, sin responder a la pregunta de dónde están sus hijos, le saca silenciosa y mecánicamente una jarra de agua y un bol para que se refresque, después de tan largo viaje. Él, felicísimo, no para de hablar, explicando lo bien que le ha ido todo y lo bien que le irá a la familia entera en el futuro.
En ese momento saca de entre su equipaje unas telas dobladas y se las enseña a su mujer, diciendo que se trata de un sari que ha comprado para Durga. Es entonces cuando su mujer ve la ropa destinada a su hija y parece enloquecer.
Se comprenderá que guarde en mi memoria la mirada fija de la madre de Durga a esa tela como de cuadro amplio, tan bien doblada. Y después de haber visto crecer a la chica, que se hace querer un montón, es fácil entender que la escena me afecte enormemente.