El público yonki

Charnego de mierda

 

Hace unos días, un amigo me invitó a jugar a básquet. Son gente de nuestra edad, me aclaró, no te preocupes. Lo único es que para acceder al campo, hay que saltar una valla.

Como ya no estoy para saltar vallas y mucho menos para jugar a básquet, me negué. Me vi lesionado después de unos tiros e incapaz de saltar la valla para acudir a urgencias. Me imaginé dando explicaciones a la policía mientras un cerrajero abría la puerta y preparaba la factura que debía abonar junto a la pertinente multa. No, definitivamente no tengo edad para saltar vallas. La pista estaba en Cerdanyola, pero en ese momento mi cabeza se fue hasta mi barrio de la Verneda, cuando de joven saltaba la valla del colegio La Pau, situado al lado de la vía Trajana. La escuela tenía las mejores instalaciones deportivas del barrio y las únicas canastas en condiciones. Los fines de semana saltábamos la valla y pasábamos horas jugando a baloncesto; para jugar a futbol nos valía cualquier descampado.

A finales de los ochenta el básquet estaba de moda y pronto la pista se llenó de jóvenes jugando partidillos; lo curioso es que un grupo de yonkis encontró en el lugar un espacio ideal donde permanecer ocultos a la policía y hacer sus trapicheos.

Aquello se convirtió en un ir y venir de drogatas, de gente metiéndose picos a pocos metros de la pista. A veces discutían entre ellos. Nunca nos molestó ninguno, jamás nos ofrecieron droga. Ellos iban a los suyo y nosotros a lo nuestro. La única interacción se producía cuando venía el gitano, el único de nosotros capaz de hacer mates. Se trataba de un jugador excepcional que arrancaba los vítores del público yonki, que les hacía levantar del césped, gritar y animar hasta que se iba a vender ropa a cualquier mercadillo. Entonces, los toxicómanos volvían a estirarse bajo la sombra de un árbol donde podían permanecer horas quietos.

Así pasábamos los fines de semana, entre el básquet y la fuente. Compartiendo cola; unos para rellenar sus jeringuillas, otros para saciar la sed. Como dije, nunca hubo problemas hasta que una noche, cuando los yonkis se quedaban solos, se produjo una muerte por sobredosis. Se trataba del hijo del Beethoven, un joven de diecisiete años pero con mucha mala vida a sus espaldas. El lugar estaba quemado, los yonkis no volvieron. Nosotros lo hicimos semanas más tarde. A partir de entonces, de vez en cuando, aparecía la policía y nos hacía salir sin más consecuencias que algún que otro desgarro en los chándales de tactel al engancharse con el alambre de la valla. En aquella época todos íbamos en chándal. En chándal de tactel.

Entonces saltábamos vallas. Hoy ya no.