El mundo entero es una broma

Los lunes, día del espectador
Teresa Wright y Joseph Cotten en La sombra de una duda (A. Hitchcock, 1943).

Si están ustedes ante una pantalla —no importa si de cine, de televisor o de ordenador— y aparece en ella un tal Charlie Oakley con el rostro de Joseph Cotten en blanco y negro, sepan que intentará persuadirles de que el mundo entero es una broma. Mi consejo es que lo tomen en serio. No olviden que tras esta máxima se encuentra un ilusionista de la imagen llamado Alfred Hitchcock, el gran bromista, el filósofo escondido tras la máscara comercial de mago del suspense. Por si no lo habían adivinado, estamos hablando de La sombra de una duda, de 1943, una película con todos los elementos que han hecho posible la existencia del adjetivo hitchcockiano.

Visualmente, nada hay más hitchcockiano que la relevancia de los objetos, a menudo destacados gracias al uso del primer plano. También lo es, y mucho, la función dramática que adquieren siempre las escaleras y, en general, todo lo que tenga que ver con la verticalidad en relación con los distintos estadios de la conciencia. Pero si hay una constante en la mirada filosófica de Hitchcock es la dualidad de los protagonistas, enfrentados al conflicto de su propia individualidad y en pugna con la figura del antagonista, ese otro que no es sino una prolongación en negativo de ellos mismos. En Hitchcock, la tensión avanza gracias a la contraposición, a la fuerza de lo subliminal, a la risotada amarga que subyace en lo más profundo de su cine. Como ya ha quedado dicho, el mundo entero es una broma, pero esta es una broma muy seria en la que lo irónico convive con lo macabro y lo ontológico se codea con lo nimio.

Por si alguno de ustedes no recuerda la película con exactitud, repasaremos brevemente su argumento: Charlie Oakley huye de Nueva York y de su pasado como galanteador (y tal vez algo más) de viudas ricas. Se instala en casa de su hermana en Santa Rosa, un pueblo de California donde le espera la familia típica americana en un entorno no menos típico e idílico. De entre todos los familiares (padre, madre y tres hijos), quien más anhela la llegada de Oakley es la mayor de sus sobrinas, llamada también Charlie en honor a él, una adolescente convencida de que entre ambos hay una conexión especial, rayana casi en lo paranormal. Sin embargo, la chica pronto pasará de la admiración incondicional a la sospecha levemente confirmada (y en atención a quien no haya visto la película, esto es todo lo que contaré de su argumento. Permítanme, no obstante, una sugerencia: no se la pierdan. Y si ya la conocen, échenle otro vistazo. No se arrepentirán).

El proceso de identificación que se establece entre tío y sobrina es una muestra más de ese desdoblamiento de personalidad al que aludía antes. La suya es una relación basada en la obsesión por desvelar y, a la vez, por preservar unos secretos que los mantienen tan unidos que se diría que ambos son un mismo ser con dos cuerpos, dos sexos y dos edades diferentes. Los Charlies están ligados por un mutuo e intuitivo sentido de anticipación a los actos del otro, y por una clarividencia que les permite acceder también a sus pensamientos más recónditos. Sin embargo, los separa una concepción distinta de lo moral, la clásica pugna entre el bien y el mal. Naturalmente, hay algo de incestuoso en este tira y afloja que no deja de ser un tácito compromiso matrimonial reforzado por el anillo que Oakley le regala a su sobrina. El anillo, las manos de ambos, así como las hojas de periódicos con la información que les atañe a los dos, son representaciones recurrentes que actúan como recursos narrativos. Pero también, al igual que las puertas, los trenes y, sobre todo, las escaleras, son fetiches esencialmente hitchcockianos.

Las escenas simétricas en las que aparece alguno de estos elementos, se revelan como el anverso y el reverso de una misma moneda. El plano contrapicado donde se ve al tío Charlie agazapado en lo alto de la escalera mientras observa, receloso, cómo su sobrina charla con el fotógrafo que está haciendo un reportaje sobre la familia, se contrapone al bellísimo picado, tomado desde la misma escalera, en el que ella, entre penumbras, está de pie en la entrada de la casa con la mirada clavada en él. La sombra del cuerpo de la muchacha proyectándose hacia adelante es amenazante y, al mismo tiempo, ejemplifica la seguridad adquirida por alguien que, como ser independiente, ya no necesita cobijarse en su otra mitad.

Hitchcock da pistas acerca de la unicidad de Charlie como personaje, digamos, genérico. El viejo Alfred sugiere que se trata de una sola mente escindida que se ha encarnado —al igual que sucedía con Jeckyll y Hyde— en dos personas de características opuestas. Es como si al mirarse uno en el espejo, la imagen distorsionada que se refleja es la del otro. La manera de presentar a ambos personajes ante el espectador, por ejemplo, es toda una declaración de intenciones porque es idéntica. En la primera aparición de tío y sobrina, el director nos los muestra tumbados sobre sus respectivas camas y mirando al infinito: la excusa perfecta para ilustrar la gran broma de este juego de opuestos Uno de esos toques subliminales que sobrepasan cualquier lectura estrictamente argumental

Todos los que rodean a nuestros dos protagonistas son personajes accesorios cuya función es la de meros comparsas. El mundo de esta pareja está basado exclusivamente en un juego simbólico que solo les concierne a ellos. Su relación de amor-odio está cuajada de símbolos como el omnipresente anillo de esmeralda, poderosa imagen de connubio y catalizador de la acción. O como la copa que el tío Charlie derrama a propósito para desviar la atención cuando la muchacha tararea el vals de La viuda alegre, y que Hitchcock nos muestra en un expresivo plano detalle. Igualmente simbólicos son la rosa que él corta de un florero en el dormitorio de ella para prenderla luego en su solapa, y el sombrero que lanza sobre la cama de su sobrina en un gesto de prepotencia no exento de erotismo. Y qué decir del tren humeante que conduce a Charlie Oakley a Santa Rosa y que se corresponde simétricamente con el humo del tubo de escape que, al final de la película, casi le cuesta la vida a la joven. Por no hablar de las imponentes escaleras, testigos mudos del eterno juego de complicidades y desencuentros entre ellos, y causa también del accidente en que la muchacha está a punto de perecer.

En La sombra de una duda casi nada es lo que parece. Todo tiene una doble o triple lectura y varias capas de profundidad psicoanalítica que harían las delicias del mismísimo Freud. En 1943, año en que se rodó la película, el mundo estaba en guerra, pero el diletante tío Charlie, enfundado en su elegante terno, fumaba en pipa, fumaba puros habanos y exponía sus teorías acerca de las ociosas viudas ricas, a las que comparaba con animales que deberían ser sacrificados. Un discurso que habría suscrito, sin dudarlo ni un ápice, Adolf Hitler, el enemigo público número uno de los pulcros e ingenuos habitantes del americanísimo pueblo de Santa Rosa.

Si en Casablanca, otra película enmarcada en la gran guerra, Ilsa le decía a Rick que «el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», la respuesta del cínico e imperturbable Charlie Oakley no podía ser otra que «el mundo entero es una broma para mí».