Una uva roja de un escueto racimo de una vieja parra centenaria cayó sin avisar sobre el pecho de fibra de vidrio de un maniquí destrozado que, entre muchas basuras y suciedades, se encontraba tirado sobre el suelo cuarteado de cemento y gravilla del patio de una antigua finca de un pequeño pueblo de montaña.
En lugar de aplastarse con el golpe y desparramar su dulce zumo, la uva roja del escueto racimo de la vieja parra penetró la superficie quebradiza del destrozado maniquí y, una vez dentro de su pecho, comenzó a bombear una riada de mosto caliente que se expandió y mojó todos los miembros y rincones de la ajada figura inerte.
Con la calidez de la savia sanguinolenta de la uva bombeante, el vetusto maniquí abrió el único ojo que le quedaba rompiendo la telaraña que lo cubría y escudriñó curioso el batiburrillo de desperdicios que rodeaban su maltrecha figura corporal para poder levantar un brazo y después dar un giro a la rótula de su cintura anquilosada.
Con gran prudencia y cierto regocijo, el deslucido muñeco alzó su cuerpo horadado por el tiempo y rebuscó cachivaches y trastos entre los despojos sobrantes de quienes allí los habían tirado a fin de yuxtaponer formas a sus huecos, a sus faltas, a sus imperfecciones y así completarse y llenar los espacios de sus ausencias.
Plástico y aluminio, tapones de botellas y compresas renegridas vinieron a rellenar agujeros, marcas y grietas completando una fisonomía, con modelado a retales y aspecto rococó, que comenzó a moverse pausada y fue animando su ritmo con cada paso como si cargara su batería interior o se diera cuerda para revivir su agotada existencia pasada.
Para salir del patio embarrado de cemento y gravilla de la vieja finca del pequeño pueblo de montaña, izó una palanca de hierro oxidado que abría una puerta de madera repintada varias veces en azul, verde y rojo, y descubrió cómo la luz exterior inundaba su único ojo de plástico e iluminaba el tapón de cerveza que cubría el hueco vacío desde donde su otro ojo ausente habría mirado lo que la luz mostraba.
Tres árboles daban sombra a peras, manzanas e higos que se pudrían bajo sus hojas alrededor de sus troncos como la presentación de un fondo amarillo de campos arados de maíz sobre cocidas tierras pardas arañadas por sudorosos labriegos que se castigaban para absorber el máximo de regalos consumibles que podían ofrecer esos terruños azotados por el sol.
Los agricultores, fatigados, pacientes y asolados, giraron sus cabezas hacia el muñeco trapeado que acababa de salir del viejo cobertizo lleno de cachivaches inservibles y abrieron sus ojos pringosos de luz con una más que evidente expresión de susto, curiosidad y deslumbramiento por lo que ante ellos se había aparecido.
Los más osados, los más valientes y los más insensatos avanzaron temerosos hacia el maniquí que había abierto sus parcheados brazos y alzado su barbilla en dirección al sol, proyectando una espesa y opaca silueta sobre el cocido cemento del suelo de la finca para asombro, estupefacción y miedo de quienes se acercaban y de los que, prudentes, permanecían lejos, quietos y expectantes.
Cuando una aislada nube proyectó su sombra cubriendo al muñeco recompuesto, el aspecto de la imagen se impresionó como con nitrato de plata expuesto a la luz y dibujó una insólita recreación de un universo ajeno a las sencillas mentes de los agricultores, que creyeron haberse topado con un ser bendecido por los dioses imaginarios e, incluso, por los dioses existentes.
Alguno se atrevió a acercarse hasta casi tocar al psicodélico ser que había sido despreciado y arrojado al vertedero de objetos gastados y que, de manera inesperada y casi milagrosa, había retomado una aparente vida saliendo por su propio pie al exterior del cobertizo para engatusar con su imagen a quienes antes le habían maridado con sus basuras.
Con temerosa devoción, sonoro silencio y profundo respeto, fueron todos a sus casas a rebuscar artilugios para ofrecérselos al maniquí revivido a modo de rogatoria por sus faltas pretéritas y en busca de pequeñas indulgencias y luminiscencias para sus agrisados futuros, ya determinados antes de sus nacimientos.
El herrero le trajo tuercas, clavos y tornillos herrumbrosos, que depositó con mimo fervoroso sobre unas sábanas de lino pardo desgastado que había traído la costurera y las había colocado junto a una palangana vacía de porcelana mordida y cuarteada ofrecida por un hombre desquiciado y que otro había llenado con el vino áspero que había producido con sus escasas y raquíticas vides.
Fue tal la aquiescencia con el maniquí recompuesto por el dulce zumo de la uva que había caído de la parra centenaria, que poco tiempo después las ofrendas habían hecho montonera alrededor de la estática figura muñequeada que permanecía en éxtasis, detenida, con sus brazos abiertos y su tuerta mirada en dirección a las escasas nubes que algodonaban el azul de fondo.
Pasaron años y con ellos pasaron riadas de peregrinos, peticionarios de conmiseraciones para con sus suplicios, y en derredor del muñeco resucitado se alzaron iglesias y posadas, comedores y clínicas, tiendas y comisarías, y deambularon tullidos, enfermeros, estudiosos y maleantes, unos para provecho de otros y los de más allá aprovechándose de la mayoría.
Los antiguos hortelanos de aquellos parajes transformados, antes solitarios, sufrían con estupor lo que ellos mismos habían iniciado alrededor del viejo maniquí vivificado por el vino sobrio de la uva que cayó de la parra centenaria y añoraban la solitaria tranquilidad de sus miserias del pasado perdido.
Una noche incierta de lluvia traicionera y viento esquivo, una niña, malhumorada por ver a sus familias con mayor tristeza que cuando eran miserables antes de la aparición del renacido muñeco-basura, tomó la decisión de orinar a escondidas sobre los pies de la efigie alabada para mostrarle su descontento y su furia.
Los meados de la niña enfurruñada empaparon las hierbas mojadas por la lluvia que habían crecido alrededor de los pies del maniquí santificado y penetraron lentamente por entre su pelleja de fibra de vidrio hasta alcanzar el torrente que pulsaba sus latidos, confundiéndose con la aromática savia dulce de la uva de la viña centenaria que lo mantenía en pie.
La acidez de la orina de la niña cabreada pudrió los canales por donde el zumo de la uva fluía para dar consistencia a la estructura esclerosada del muñeco que había logrado salir de entre la basura y recomponerse con andrajos corrompidos para acabar siendo glorificado por quienes vivieron aquellos acontecimientos de tiempos pasados.
Distintas reacciones químicas alteraron dramáticamente la savia que daba vida estática al muñeco hasta el punto de convertirse en un caldo sin sustancia, más parecido al agua sucia resultante de limpiar los suelos sucios, que ensució el caudal vital hasta descomponer todos los conductos internos.
Cuentan antiguas leyendas, más o menos verosímiles, que lo que sucedió después de ser meado el maniquí que había revivido con el zumo de una uva caída de una parra centenaria, determinó para siempre el destino alterado de los lugareños que habían ensalzado la figura resucitada.
Unos dicen que el muñeco explotó lanzando sus basuras interiores en todas direcciones y arrastrando con ella exvotos, dádivas, ofrendas y devocionarios creando un cráter de suciedad, degeneración, mierda e inmundicias que anuló para siempre la fertilidad de aquellos campos y de aquellas gentes.
Otros dicen que nunca debieron inspirar sus futuros, sus deseos, sus pesares o sus alegrías con el aroma de sus basuras pretéritas.