Pau Gilabert era de buena familia, perteneciente a la alta burguesía catalana. Siempre vivió en un confortable inmueble del Paseo de Gracia, esquina carrer del Rosselló, del lado derecho según se sube. Pau Gilabert se pasaba el día paseando en paños menores o directamente en pelotas por su casa. No era exhibicionismo, sino un problema de la piel. Le picaba mucho. Siempre andaba rascándose. Era alérgico a casi todos los tejidos habidos y por haber. No solo los sintéticos como el poliéster o el nailon, sino también los de procedencia vegetal, como el lino y el algodón, o animal, como la lana.
Lo normal era que, al acabar un día de trabajo, llegara a casa y, tras quitarse la corbata, la camisa y el pantalón, descubriera ronchones en la piel escamada, erupciones masivas de granitos que le producían una irritante comezón y le hacían rascarse hasta llegar al punto de sadismo autocomplaciente, consistente en arañarse la piel con las uñas hasta que el picor se convertía en dolor y lograba hacerse sangre. Entonces acudía al dermatólogo o, en los últimos tiempos, ya consciente de su mal endémico, crónico y epidérmico, directamente iba a la farmacia en busca de corticoides locales que llevaran una buena dosis de calmante para aliviar la desazón.
¿De dónde le venía este asunto? ¿Cuándo empezó todo? Pues viendo la tele o leyendo la prensa.
Encendía el televisor o abría el periódico porque «le picaba» la curiosidad. Y ese picor no se calmaba porque intuía que en aquello que decían los medios había gato encerrado. Le escamaba tanta trola, tanta verdad a medias, y ello le conducía inconscientemente, de forma totalmente incontrolada, a rascarse. Primero se rascaba la cabeza, luego un brazo, luego una pierna y, finalmente, el paquete urológico externo, o sea la masa testicular. De esa forma encontraba cierto grado de alivio. Luego, la comezón aquella se le fue extendiendo por el resto del cuerpo, no dejando ni un centímetro cuadrado libre del prurito, como dicen convenientemente los prospectos farmacéuticos.
Tuvo un perro y no le quedó otra opción que regalárselo a una amiga. No podía ver cómo levantaba la pata trasera y, cada dos por tres, se rascaba detrás de la oreja. Aquello le ponía muy nervioso e invitaba a imitarle.
El problema es que lo de Pau es contagioso. Cada vez que me pongo a hablar de ello me entra la picazón. Ahora mismo me está pasando… ¡Cómo me pica la pierna, Dios! Si mientras lees esto, amigo lector, te entran ganas de rascarte, no lo dudes: tú también estás poseído por el mal de Pau Gilabert.