Cuando murió El Maestro sus seguidores anunciaron que había emprendido el viaje hacia La Luz (así: con mayúsculas). Los detractores se mofaron —que es el mejor modo de atacar a una figura egregia— y dieron en comentar que iba a salir muy cara la factura eléctrica. Otros añadieron que estar en La Luz era propio de esos bichitos que se arriman a los faroles y acaban achicharrándose.
Es interesante advertir la inclinación de tanta gente en equiparar lo luminoso con la pureza, la dicha, la verdad y demás estados del alma y la materia, que gozan de general beneplácito. Estar dentro de la luz (que no bajo la luz), al menos entre los adeptos de la secta, equivale a la inmortalidad, no una inmortalidad cualquiera, como la de la piedra sino, más bien, una especie de inmortalidad divina.
La escatología emanada de las diversas creencias confesionales presenta variados panoramas sobre la supuesta vida de ultratumba. Entre otros: el cielo, el purgatorio, el infierno y el sheol de los judíos estudiosos de la Torá, y, en este último sitio, no hay luz alguna, sino una oscuridad eterna y absoluta. Como dicen en mis pagos: “no te arriendo la ganancia”.
Sobre el transcurrir de la existencia celestial, al menos en el cielo cristiano, no existen demasiados detalles. No se sabe demasiado a qué se dedican las buenas almas que allí residen, fuera de la contemplación del rostro de Dios. No sabemos si puede ser muy entretenido pasarse la inmortalidad contemplando un rostro, aunque sea el rostro del Creador. Las caricaturas gráficas presentan a las almas que habitan el cielo vestidas con blancas túnicas y paseándose entre las nubes. Algunas tocan el arpa o la lira, pero no mucho más. Si se quiere abundar en detalles habrá que colocarles una aureola ingrávida sobre la testa.
El purgatorio y el infierno al parecer son lugares con mayor emoción. En ambos te torturan, te pinchan con tridentes y te calcinan con intensas llamaradas a la vez que te sumergen en un mar de lava o excrementos. No es que la situación sea agradable, pero tienes el consuelo de que no te aburres. Además, el paisaje de entrada es sumamente pintoresco: tenemos al can Cerbero, guardián del Hades y tenemos también al barquero Caronte que te deja subir a su barca a cambio de un óbolo. Hay mucha gente a la que le encanta navegar, aunque solo sea por la laguna Estigia.
Como quiera que sea, el paraíso más ameno y plácido es el musulmán: el Yanna, al que arriban las almas piadosas que han seguido fielmente las consignas del Corán. Allí sí que hay luz en abundancia. Y agua, mucha agua. Agua fresca y limpia; y hermosas hembras vírgenes que acogen entre sus senos (y otras partes del cuerpo) a los mártires y demás fieles libres de pecado. Se trata de las huríes, que son unas muchachas inmortales. Por cierto: también hay huríes masculinos. Se entiende entonces que en el paraíso islámico hay carne fresca para todos los gustos y tendencias.
Las y los huríes se distribuyen en grupos de setenta y dos para cada fiel recién llegado, cuya futura vida feliz e inmortal obtendrá la satisfacción de todos los deseos. Todos serán coetáneos entre sí, pues tendrán, sin excepción, 33 años. En el paraíso musulmán sus habitantes dispondrán de joyas, perfumes y trajes lujosos; participarán de exquisitos banquetes y se regocijarán con la compañía de sus padres, hijos y cónyuges, siempre que estos se hayan portado bien en vida, en tanto que con las y los huríes podrán compartir inefables goces carnales, y esto por toda la eternidad.
Pero en ningún apartado del folklore escatológico se describe cómo se hallarían iluminados los paraísos de las diferentes confesiones. ¿Luces de mercurio, lámparas led, sol radiante? El prestigio de la luz, en detrimento de la oscuridad, tiene mucha solera, pero quienes lo pregonan no tienen en cuenta la existencia de las lombrices de tierra, o más aún: la lombriz solitaria, cuyo nombre científico es tenia saginata, animal que habita en la permanente oscuridad del intestino delgado.
Sin necesidad de catalogar tantos otros organismos adictos a la oscuridad podemos rastrear en el abanico del lenguaje que convierte en verbos los adjetivos luminoso y oscuro. Un santurrón puede ser un iluminado. Un sabio es un esclarecido, y cuando alguien no comprende alguna cosa es necesario aclararle el asunto. Todo embrollo siniestro se lo ve como oscuro, y si es muy siniestro diremos que es tenebroso, quizá por eso al principio de la Creación el Señor separó la luz de las tinieblas.
Philips, Osram y el Maestro mantuvieron la tradición.