Cuando el último naipe cayó sobre la mesa, el jugador número dos se levantó. El número uno sonrió satisfecho con la jugada y el número tres no pudo disimular su asombro. No esperaba que la tirada inclinara la balanza de aquel modo. De hecho, la partida estaba amañada ‒le habían asegurado‒ y según lo previsto el jugador número dos debía ganar.
El jugador número uno recogió su botín mientras el número dos, cabizbajo, salía ya por la puerta. El número tres, más lento, como su cerebro, seguía sin comprender. La ruina no entraba dentro de sus planes.
Una vez en la calle, el frío de la noche hizo apretar el paso al jugador número tres y protegerse el cuello con las solapas del abrigo vueltas hacia arriba. Al apostar su furgoneta de reparto, se había quedado sin medio de locomoción y sin trabajo. Por otro lado, incluso el saco de dormir, que convertía en dormitorio el interior del vehículo, había dejado de ser suyo.
Tras deambular durante más de cuarenta minutos sin rumbo fijo, se refugió en un portal y empezó a cuestionarse el futuro. Llegados a este punto, pensó que necesitaba de un aliado y echó mano de la petaca que siempre guardaba en uno de los bolsillos interiores. Bebió. Después de unos cuantos tragos, su mente pareció expandirse en todas direcciones y de golpe sus músculos perdieron la rigidez. Fue la señal que andaba buscando.
Al cabo de algunos meses a la intemperie, al exjugador número tres le propusieron una idea magnífica. Para aquel entonces el frío había arreciado, y ni siquiera las solapas de su abrigo o los cartones reciclados conseguían hacerle entrar en calor.
Cobraba sentido que se le rehabilitara como jugador número tres, pensó. Otra cosa era que la suerte estuviera de su parte. Perdió una partida y después otra y otra más, hasta que arrinconaron la mesa de juego, ciega bajo su tapete verde, y le hicieron ocupar el centro del garito.
Pudo librarse del primer disparo. El tambor del revólver había girado sin que ninguna bala le perforara los sesos. El pulso latía furioso en la yugular y en las muñecas del jugador número tres en el instante de la segunda detonación. Esta vez también pudo exhalar un largo suspiro. Con la siguiente, sin embargo, el tiempo se detuvo.
Nadie acudió a su sepelio. Ni el jugador número uno ni el número dos ni el resto de los presentes dieron señales jamás de arrepentimiento. ¿Para qué? De todos era sabido que la ruleta rusa no entendía de números.