Ayer vi al hombre invisible. Sí. Fui a visitarle a la cárcel. Le llevé tabaco, porque soy clásico. Y me contó su historia.
Condenado a eternidad perpetua revisable. Acusado por la palabra falaz, revestida de la artificial autoridad que le otorgan las leyes, de un policía resentido de aburrimiento. La única prueba física era la grabación de una cámara de seguridad en la que no se veía nada. Claro. El imaginario de la fiscalía no dudó ni un instante. La ausencia de imagen era concluyente, cristalina, transparente. Indudable.
Le habían tatuado todo el cuerpo, por motivos de seguridad. Dibujaron en su piel, un cristo, con cruz, corona, clavos y todo. Hasta las llagas sagradas sangraban rojo. Me lo enseñó, con los pies juntos y los brazos abiertos. Era un ecce homo viviente. «Pensé en denunciarlos por odio religioso». Me dijo. «Pero deseché la idea por si se enfadaban y la cosa iba a peor. Con el tiempo me he acostumbrado. Cuando no me ve nadie, pongo posturitas frente al espejo. Juego a los contraluces con un flexo y la toalla, y me divierto al hacer el pino, y al retorcer extremidades. Yoga. Tai-chí. Kung-fú».
Me mostró el efecto óptico de agarrarse los testículos con la mano izquierda, y levantar la derecha en ángulo recto. Me pareció una jota. Él decía que era una tetera y giró sobre los talones para que viese, en 3D, la grotesca escena que formaba la madera dibujada al pasar tras la cara. Confieso que me revolvió las tripas. Entonces tragó humo y soltó una carcajada. Casi vomito. Debió de notarme incómodo y se movió hacia atrás haciendo el moon-walker. Ahí reí. Muy vistoso, el resultado. Aplaudí. El guarda de la puerta la golpeó con la porra, supongo, y nos burlamos, cómplices.
Dejamos las payasadas y nos dedicamos a hablar de cosas más serias: La reforma laboral. Por su naturaleza etérea, estaba preocupado por la pérdida de derechos y la precariedad económica a la que conducía el despropósito. La inevitable dependencia del mercado a la que condenaban a la sociedad con aquel conjunto de medidas le ponía los pelos de punta. Aseguró. Me pareció apreciar cierta distorsión en los trazos, pero tal vez solo fuese autosugestión. No lo sé. Aunque atestiguaría que sus venas se convertían en espinas. Durante un momento creí estar ante una zarza ardiente. Tuve la tentación de arrodillarme.
Me preguntó por la evolución de las encuestas, la escalada militar en Oriente Medio, el equilibrio de fuerzas en el Pacífico, las guerras minerales del África negra, las criptomonedas y su relación con la inteligencia artificial de las cosas inertes, y por OT, la gala. Parece ser que le racionaban las noticias y no podía enterarse bien de las cosas, al no tener manera de contrastar. «Como todos»—alegué. Meneó la cabeza, con asentimiento negativo.
Tuvimos que interrumpir la charla, en plena disertación sobre la pandemia, porque nuestro querido guardián dio por concluida la entrevista. Me despedí con la promesa de volver otro día. Aunque tengo la certeza de que no la cumpliré. Por el desasosiego que me invade solo de pensar en ello.
Salí de la penitenciaría. En la parada del bus me auriculé a la radio-fórmula, y dejé que el hilo musical, los tertulianos y el fútbol me devolvieran a la realidad.