El hombre de mis sueños

La sombra liberada

El 13 de marzo de 2020 descubrí que no existo de veras, y descubrí que soy el hombre que sueña un hombre de verdad, un tal José Luis Acosta Dosantos. José Luis vive en la calle Rosalía de Castro, número 12, segundo segunda. José Luis Acosta Dosantos es un obrero jubilado, delgado, viudo, levemente alcoholizado, nacido en Huelva, pero seguidor del Rayo Vallecano. Jamás me ha interesado el fútbol, pero el Rayo siempre me ha caído bien y ahora lo comprendo.

Como todos los grandes descubrimientos, eso que cuento lo descubrí por casualidad. Fue por un error del servicio de Correos. Un día recibí una carta del Ministerio de Hacienda a nombre de José Luis Acosta Dosantos, en la que se le comunicaba una deuda. La abrí por instinto o por temor, con una gran inconsciencia. Y al día siguiente, en vez de acudir a mi trabajo como profesor de Formación Profesional, me acerqué a su casa y le dejé la misiva en su buzón. Luego descubrí la Cafetería Transilvania justo enfrente de su casa, así que sin pensármelo entré y me senté allí, a esperar. No tenía ni la más mínima idea de lo que esperaba, pero me pareció que eso era lo mejor y lo más importante que podía hacer: sentarme allí y esperar a José Luis. Pedí un café americano y un cruasán relleno de chocolate, y pegué mi nariz a la cristalera. El café se enfrió y el cruasán se secó. Una libélula roja y morada revoloteó por el local. El insecto dibujó el signo del infinito en el aire varias veces, aunque nadie se dio cuenta, salvo yo.

José Luis Acosta Dosantos apareció en el umbral de su casa a eso de las doce, cuando en mi teléfono llevaba ya más de diez llamadas perdidas de mi directora, exigiendo una explicación de mi ausencia en el instituto. Cuando le vi (a José Luis) lo comprendí todo. Su rostro, cansado y viejo, es el rostro que veo muchas mañanas en el espejo de mi cuarto de baño y no me explico el suceso. Este es el hombre que me está soñando, no hay duda alguna, todo encaja.

Pagué la consumición y le seguí calle abajo. José Luis anda con la cautela propia de los de su edad, temeroso de tropezarse, así que me fue fácil no perderle los pasos. Un rato más tarde, José Luis entró en una farmacia, yo le esperé en la calle. Empezó a llover durante la espera, y vi como mis ropas se mojaban, aunque esa lluvia y esa humedad solo estaban en su sueño. En realidad, José Luis está durmiendo en su cama, no está en la farmacia, no está aquí, solo duerme en su lecho austero, de viudo, en su camastro de un piso pobre, en su barrio suburbial.

No se puede vivir siendo el sueño de un obrero jubilado. Así no hay quien viva y lo mejor que puedo hacer por mí mismo, me digo, es terminar cuanto antes con ese dislate, cortarlo de raíz. Me planteo si podría matar a José Luis cuando salga de la farmacia, y forzar así mi renuncia. Si muere el hombre que me sueña quizás yo podría ser el sueño de otro, más relevante. O quizás desapareceré, por fin y de una vez por todas, cosa que no estaría nada mal. Ahora comprendo las veces en las que intenté terminar con mi vida y siempre fue en vano: me tiré de un acantilado y amanecí vivo; me pegué un tiro y me salvaron los cirujanos del hospital de Vidin; me gané la silla eléctrica en Alabama y se fundieron los plomos en el último instante. Mientras José Luis me sueñe, no puedo morir.

Me gustaría renacer en el sueño de un banquero joven, con sus fiestas locas en chalés de Pedralbes. Si mi destino es ser el sueño de otro, preferiría ser el sueño de un faraón, de un patricio romano, de una emperatriz asiática. Incluso de una concubina de Mesopotamia. Lo que sea, menos ser el sueño de un obrero miserable. Nada más que hablar, me digo. Y me acerco por la espalda a José Luis y le rajo el cuello con la cucharilla que él soñó, la que me dieron con el café americano en el Bar Transilvania. Luego aparecen dos policías antiguos y me esposan. Me llevan a una comisaría de Novi Sad. Mientras andamos por el pasillo hacia el calabozo los dos policías hablan entre sí, y admiran a esa figura emergente que apareció en una cafetería de Múnich, un tal Adolfo.