Todo ha cambiado, aunque perviven todavía algunos bares regentados por chinos, tan iguales a los de antes y tan diferentes. ¿Es un oxímoron «bardetodalavida» y «chino»? También ha desaparecido la florista, tal vez porque casi nadie lleva flores a los viejos. ¿Quioscos? Todos cerrados.
La madre primeriza amamanta nerviosa. Cambia los pañales con manos amorosas. Lloriquea la niña en la habitación del insomnio y de las emociones epidérmicas y cardinales. Volver a casa con una personilla, madeja rosada de nervios, que acapara para siempre todas las preocupaciones y toda la belleza del mundo.
Emma apenas tiene unas semanas, pero me habla sin palabras. Sonríe también, claro que sí, aunque algunos digan que solo son reflejos inconscientes de los músculos.
Todo eso he sentido al volver por la calle Aragón cuando iba camino del tren de Cercanías y he visto que la clínica donde nació mi hija se ha transmutado en un geriátrico. Bien podría ser una metáfora, con toda su crudeza, del tiempo feroz. Proust me rescata si, como dice, lo mido como es menester.
«El amor es el espacio y el tiempo medido por el corazón».
Ya es abril y «en abril la flor comienza a relucir» en cualquier rincón, pero es imposible volver al horizonte de las lilas, donde todo era sencillo, ni a los recuerdos que un día tuvieron nombre. Ni a la última luz de esta tarde que viene llena de evocaciones en la habitación —el espacio— que daba al patio y donde nació Emma, ahora con un inquilino en un ciclo vital —el tiempo— diferente. Un tiempo y un espacio que ya no nos pertenece a ninguno de nosotros.
Solo nos queda el amor para medirlo con el corazón.