Howard Philips Lovecraft ya no forma parte de mis lecturas habituales. Así como a menudo recaigo en Poe, Maupassant o Chambers cuando busco algo de terror gótico y de calidad, el genio de Providence descansa en un lugar de honor, eso sí, de mis estantes, que no son muchos. Ocupa el puesto honorífico por los buenos ratos vividos en común, aquel gozo inesperado al principio y siempre fiel luego, para siempre. Un amor que duró más de 20 años debe ser recordado, respetado y venerado.
De Lovecraft aprendí mucho. Lovecraft, como un Virgilio siniestro, me condujo hacia los círculos de la literatura fantástica y de su mano conocí a decenas de grandes autores. Luego encontré a otros guías, pero del viejo Howard me acordaré siempre con ternura. También aprendí de su carácter temeroso, de sus advertencias insistentes: cuidado con lo que tocas, cuidado con tu curiosidad, cuidado con lo que piensas. La curiosidad mató al gato, parece susurrar en cada uno de sus relatos. Howard sentía pánico por todo lo nuevo. Estoy seguro de que, en su primera infancia, no osaba levantar las piedras del campo por temor a que, debajo de alguna de ellas, hubiese un escorpión, una víbora. Desconfiaba de los progresos científicos, ya que percibía la ciencia como una manía peligrosa: la de hurgar en la naturaleza sin precaución, sin pudor, con el riesgo de despertar un mal cósmico y atroz. De haber tenido esa capacidad, Lovecraft hubiera detenido la historia en el siglo XVII, en el instante anterior al estallido de la ciencia contemporánea. Al viejo de Providence también le horrorizaba lo diferente, lo distinto: los negros, las culturas extranjeras, las religiones de países lejanos.
Cuando leí el ensayo de Houellebecq Lovecraft contra el mundo, contra la vida comprendí lo mucho que le debía. Lo que Howard hizo conmigo fue algo parecido a una educación sentimental, aunque quizás más estética que sentimental. Así, aunque ya no lea tanto a Lovecraft (a veces busco un párrafo, el nombre de un personaje, una localización), un agradecimiento mezclado con nostalgia y admiración destella entre mis sinapsis. Algo quedó.
Hay algo hegeliano en Lovecraft: toda tesis (invocación) lleva a una antítesis (la aparición del horror que responde). Sé que cualquier filósofo sentirá el impulso de lanzarme a la cabeza el volumen robusto de las obras completas de Hegel por haber dicho eso, pero yo me entiendo y asumo el riesgo. Tesis, antítesis.
Las enseñanzas del escritor puritano y mojigato de Nueva Inglaterra me condujeron a pensar en el asunto catalán. Uno, aunque lo desee con todas sus fuerzas, nunca puede dejar de ser catalán por completo. Uno debe asumir que nació en Cataluña y que, al igual que dispone de dos orejas, nació con ese lastre cultural. Podría ser peor, por supuesto. Aunque no mucho peor. Considerando mi terror al frío, no me puedo imaginar ninguna felicidad de haber nacido esquimal.
Una parte de mis congéneres invocaron al nacionalismo y el nacionalismo les ha respondido. Como aquel Cthulhu que dormía sepultado bajo un sello pétreo durante milenios, mis congéneres desvelaron al monstruo. Y el monstruo acudió. Los héroes de los cuentos de Lovecraft siempre son ingenuos o malintencionados, de modo que siempre despiertan a la bestia por inconsciencia o por maldad. En el caso de la maldad, esta suele ser motivada por el egoísmo: el héroe cree que Cthulhu, una vez desvelado, le conferirá, en correspondencia, un poder enorme. Cree —con estupidez— que la bestia se pondrá a su servicio, agradecida por haberla liberado del pozo negro en donde estaba condenada. Pero no es así: el monstruo, una vez liberado, arrasa con lo que encuentra. Destruye lo que era, lo destruye todo. Empezando por el propio héroe y luego su hacienda, su familia, su mundo.
El lector de Lovecraft se calla en cuanto ve lo que están haciendo los nacionalistas ultramontanos de Cataluña. Sabe lo que va a suceder. Lo leyó años atrás. Le han dado voz a Cthulhu. Ahora Cthluhu tiene voz. Tiene Vox. Y esa voz responderá al uso de la voz democracia que tantas veces usaron sin sentido y sin razón, con insensatez supina. Y esa voz que invocaron arrasará la democracia que ellos usaron con malas artes, con la maldad del egoísmo.