Juanín

Crónicas mínimas


Seguro que más de una vez hemos retrocedido en nuestros pensamientos para saber cuáles fueron nuestros primeros recuerdos. Parece ser que, durante los primeros años de nuestra niñez de los dos a los tres años, apenas recordamos nada, pero a partir de los cuatro empezamos a hacerlo con grandes lagunas. 

Según dicen, el cerebro se está formando y su principal trabajo consiste en producir las neuronas que nos servirán para aumentar la capacidad de aprender. Este proceso es la causa de que se borren los recuerdos adquiridos en los primeros años, pero esa amnesia es un síntoma de que todo va bien, ya que al olvidar eliminamos información poco relevante y hacemos espacio para ir guardando la importante. Por eso los niños aprenden muy rápido y decimos que son esponjas, ya que todo lo retienen, pero solo quedará la información relevante.

A partir de los cinco y seis años, recordamos a los amigos, la familia y las fechas felices como las navidades que eran algo mágico. Toda la comida era buena, los villancicos entrañables, así como las relaciones con los primos, tíos, abuelos, unas relaciones que ya no existen en las nuevas generaciones. Los juegos al aire libre, las aventuras en el riachuelo… ¡Tantas cosas que hemos idealizado y que llevaremos toda nuestra vida en ese espacio interestelar que tenemos entre las cavidades del corazón!

He vivido mi infancia en un pueblo que el tiempo ha hecho mucho más hermoso: Huelma, de la provincia de Jaén, en plena Sierra Magina, que tan bien describiera Machado. Tenía un castillo, una iglesia que parecía una catedral, riachuelos, gente cariñosa, mucho campo y en invierno nevaba. ¿Quién puede pedir algo más para ser feliz?

En ese tiempo en que todo era ideal, ocurrió un suceso que me marcaría para siempre y que tengo grabado en mi memoria. Tendría yo alrededor de siete años, cuando murió Juanín, un niño hermoso de apenas un año, hermano pequeño de Darío, mi amigo de la escuela de don Cesáreo, de quien más que su cara, recuerdo la portada del ABC, que se la tapaba, mientras lo leía en clase. 

Al pequeño Juanín se lo llevó una simple diarrea veraniega, que lo deshidrató y le produjo la muerte. En esa época, recomendaban que no se bebiera agua si padecías esta dolencia, ya que decían que la acrecentaba. Los compañeros de la escuela fuimos todos a acompañar a Darío el día del entierro.

El niño difunto iba en una cajita blanca llevada por niños mayores y al pasar el cortejo, las mujeres decían “un angelito más en el cielo”, con esa bondad que impone la resignación. Algo más atrás seguía el párroco don José Solá y junto a él, un monaguillo con sotana y sobrepelliz, que muy solemne acarreaba una cruz de altar en una pértiga.

Al final, caminaba toda la familia. Recuerdo que a Darío le quedaba muy grande la camisa que estrenaba ese día, en cambio su padre llevaba una chaqueta gris, raída, con una cinta negra en la manga y la madre, que vestía de riguroso luto, era la única que lloraba.

La tarde de un día especialmente caluroso se desvaía cuando dejamos a Juanín en el blanco cementerio de Huelma. Era julio con toda su manifestación de poder, agobio y tristeza al decirle adiós.