Ramoncín le arrancó las alas a una mosca, le miró a los ojos y le recitó:
—Tal como dijo Nuestro Señor, el hombre es el dueño de las bestias, y se podrá servir de ellas a su antojo. Y mi antojo, señora mosca, es que usted me dé una pizca de placer.
El niño tenía una agilidad pasmosa con las manos que asombraba a su madre y a su abuela, de modo que verle cazar moscas al vuelo era frecuente. Su padre no se sorprendía de las competencias del crío, porque falleció años atrás, cuando Ramoncín todavía no sabía nada de moscas ni de antojos ni del placer verdadero.
Una vez despojada la mosca de sus alitas traslúcidas y nerviosas, Ramoncín depositó al bicho encima de su prepucio circuncidado. El cosquilleo del insecto atolondrado conseguía que a Ramoncín se le pusieran los ojos en blanco, como al que vive un éxtasis místico. Durante aquellos segundos el niño rasgaba las cortinas del tiempo e intuía que ese pequeño apéndice de su cuerpo iba a tener una importancia majestuosa en la vida futura.
Quizás por eso, Ramoncín ingresó en un seminario menor y se entregó en cuerpo y alma al estudio del latín y del griego, las dos lenguas que permitían leer los textos sagrados. Allí se flageló con insistencia y aprendió a reprimir los deseos impuros. En los tres años del seminario solo cazó una mosca, y fue al principio. Este acto se lo confesó al Padre Confesor, que le amonestó en un tono suave, casi ausente.
Ramoncín salió del seminario sin vocación y muy hastiado de las frases de Jesucristo que al él le parecieron ñoñas. Al hereje y al infiel hay que darle bien fuerte, para que escarmiente —pensaba el joven Ramón (ya no le podemos llamar con el diminutivo), poco antes de convertirse en general.
Una vez nombrado general por aclamación de sus tropas, Ramón cambió la caza de moscas por la seducción de mujeres, arte en el que él intuía una gran similitud: se debía ser rápido, contumaz y solvente. Sin embargo, los anales de la historia nos presentan a un general austero, misógino, mezcla de soldado y de monje: quizás la instrucción del seminario hizo mella en él.
El general Ramón leía las obritas del obispo Jaume Balmes, el que dejó escrito: “Cataluña será cristiana o no será”, y en cada una de las páginas de “El Criterio”, Ramón derramaba una lágrima lánguida y lenta, como gota de cera de un cirio pascual.
Siendo yo adolescente, di con una historieta que contaba las gestas militares del general Ramón. Era un cómic que me llegaba por entregas quincenales, en las cuales al general Ramón se le presentaba como a un viejo entrañable, simpático. El general Ramón del cómic decía algo así como que los tradicionalistas estamos aquí para pararles los pies a los liberales, esos que han venido a quitarnos lo nuestro. Los liberales, en aquella historieta ilustrada de los años setenta, eran unos extranjeros que habían venido para robarnos los dineros, las haciendas y los derechos feudales. Fui nacionalista y retrógrado durante algunos años, e incluso fui independentista catalán, siguiendo la tradición familiar.
Por fortuna, leí algo más que las historietas nacionalistas de aquella publicación quincenal y jamás leí las obritas de Jaime Balmes. Me cuentan que un nieto del obispo es, a día de hoy, el cantante y compositor de una banda de pop muy reconocida que tampoco he escuchado nunca.
Hay algo, en Cataluña, que se resiste a admitir que los tiempos han cambiado y que sostiene que Bob Dylan no ha existido nunca ya que nadie con este nombre está registrado en Cataluña. El general que de niño cazaba moscas para darse placer, de mayor levantó una cruzada nacionalista en Cataluña y en el País Vasco. Ambas fracasaron. Pero algo quedó, y eso está a la vista de todos. Luego, una vez derrotado, se exilió en Inglaterra, en donde no eran católicos.
Solo y aburrido en Londres, Ramón Cabrera describió con horror que, en aquel clima frío y lluvioso, no había moscas que cazar. Sin patria, sin Dios y sin moscas, Ramón no tardó en morir.