Hubo ocasiones en que llevamos las cosas a tal extremo que, quizá por nuestra ingenuidad, por nuestro ímpetu o por la efervescencia de la juventud, las convertimos en una cuestión de vida o muerte sin imaginar que, muchos años después las recordaríamos, o al menos yo, ahora mismo, hasta donde me alcanza la memoria, como simples nimiedades sin importancia. Aunque de aquellos rostros me quedan tan solo retazos imprecisos, porque nunca he vuelto a saber de sus vidas desde el día en que, tras finalizar mis estudios en el instituto, hice la maleta y me marché.
Pero si recuerdo que teníamos una situación familiar muy parecida que, en mi caso, no era demasiado férrea porque mi padre, que era quien tenía la última palabra en casa, no la ejercía por la sencilla razón de que el trabajo en la fábrica y la taberna le tenían ocupado casi todo el día. Al igual que los padres de mis amigas.
Además, la pequeña ciudad donde vivíamos tampoco nos ofrecía demasiados alicientes. Por lo que, unidas por las circunstancias, decidimos buscar un lugar para convertirlo en nuestro Edén particular, aunque fuese al aire libre y el clima no estuviese muchas veces a nuestro favor, sobre todo en invierno. Un lugar en el que estableceríamos nuestras propias reglas, un refugio donde evadirnos de la grisácea realidad que nos rodeaba, un baluarte para estar a salvo de las interferencias familiares, de los zánganos repeinados de tres al cuarto que revoloteaban a nuestro alrededor o de los adefesios que babeaban sobre sus monos grasientos cuando nos veían pasar. Un lugar en el que nos sentimos felices por un tiempo y en el que cuando surgían algunas diferencias, las resolvíamos a nuestra manera, con nuestro habitual ímpetu y en plena libertad.
Un Edén que creíamos eterno, aunque, hoy en día, se haya transformado para mí en una vaga imagen en mi memoria.