El acto supremo

La vida y nada más


Quizá pecamos de ingenuos, pero tampoco podía ser de otra manera. El más mayor tenía nueve años, pero nuestra fantasía y las ganas de cambiar las cosas nos empujaron a hacer lo que creímos que era un acto supremo que cambiaría el destino de la pequeña comunidad rural donde vivíamos.

Todo comenzó en la clase de historia del profesor Hopkins, un hombre escuálido de mediana edad cuyo entusiasmo le hacía emplear el arte de la mímica para enfatizar su narración. Una narración que aderezaba con pequeños discursos sobre ética y moral, afirmando que cualquiera de nosotros, por muy pequeña que fuese nuestra aportación, podía transformar la sociedad. Y ponía el ejemplo de que la mayoría de los prohombres eran ciudadanos corrientes, que muchos descubrimientos, ideas o revoluciones que significaron un paso de gran trascendencia para la humanidad, surgieron en la cotidianidad.

Trascendencia. Esa fue la palabra que nos impulsó a mis amigos y a mí a tomar la determinación de hacer algo importante, aunque nuestro campo de acción se redujese a los límites de nuestra localidad. Durante un tiempo, después del colegio, nos entregamos a idear un minucioso plan de operaciones, a fijar nuestros objetivos, a preparar nuestro equipamiento, nuestros trajes. Pero en secreto, porque actuaríamos de manera anónima. Y así fue como, decididos a combatir el mal, a ayudar al necesitado, a proteger al indefenso, a crear un mundo justo, nos convertimos en superhéroes.


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