Terence Fisher no hace cine para niños

Los lunes, día del espectador

Christopher Lee en Drácula, de Terence Fisher (1959).


Recuerdo que con ocho años, ni uno más, estuve viendo
Drácula (1959), de Terence Fisher, oculto entre la primera y la segunda fila de un cine que ya no existe, pendiente de algo que imaginaba terriblemente depravado. No sabría decir qué otras películas pusieron aquella tarde. Solían empezar a las cuatro, con la sesión infantil; a las siete y media vaciaban la sala y empezaba la segunda sesión. Pero aquel día me escabullí entre las butacas, espoleado por la truculencia de los carteles y fotografías del vestíbulo.

La experiencia no me defraudó: desde el comienzo me abandoné al horror de la sangre, la violencia del vampiro, la voluptuosidad de sus víctimas. ¡Aquellos pechos enhiestos, aquellos camisones traslúcidos, la ansiedad lasciva con que las mujeres mordidas aguardaban la visita del monstruo! Al principio me extrañó que las víctimas desearan estar muertas y vivas a la vez, aunque enseguida comprendí que eran incapaces de resistir la tentación. Además observé que, en esa lucha desigual contra el mal, los crucifijos nunca están donde debieran, los ajos son retirados a destiempo y la oscuridad de la noche llega antes de lo previsto. Entonces pensé que si alguna vez lograba convertirme en un caza-vampiros como el Van Helsing de las películas, no confiaría jamás en mis colaboradores (suelen ser unos inconscientes), llevaría más crucifijos y estacas de los necesarios y no me internaría al atardecer en la tumba de Drácula.

A las pocas semanas repetí la experiencia con Las novias de Drácula (1960), del mismo director, película que ahonda más en el frenesí de la sangre. En este caso, el argumento es más turbio, pues no se respeta la edad de las víctimas, su condición sexual ni los lazos familiares con el vampiro. En Las novias de Drácula el monstruo es un joven rubio de aspecto inofensivo a quien su madre —la baronesa Meinster— mantiene encadenado para evitar que extienda su maldición por el mundo. ¡Pero el vampiro es liberado por una joven atolondrada que consigue abrir los grilletes que le mantienen prisionero! Una vez libre, morderá en la yugular a su propia madre y perseguirá con saña a las jóvenes de un colegio de señoritas, a las que convertirá en muertas-vivientes a poco que se descuiden. Hacia el final de la película, el vampiro muerde al propio doctor Van Helsing, que tiene que cauterizarse la herida con un hierro al rojo vivo.

Esa afición por el cine prohibido se prolongó durante semanas, aunque fue decayendo cuando las películas no eran de terror. No obstante, aceptaba bien las escenas de sexo. Pero debía ser sexo explícito. Recuerdo haber abandonado la sala con Río salvaje de Elia Kazan y con Siega verde de Rafael Gil, cuyos carteles prometían más de lo que acababan mostrando. Para entonces ya me había ganado un par de tortazos por llegar tarde a casa y la incomprensión de mis amigos, que no entendían mi interés por aquellas películas para adultos. Un día me pescó a la salida del cine don José, el párroco de San Sebastián, y me amenazó para que dejara de hacerlo. «No son películas para niños», me dijo, clavándome las uñas en la parte interna del brazo, allí donde más duele.

Por aquel entonces yo ejercía de monaguillo en la parroquia y, a ratos, don José me parecía un trasunto de Christopher Lee: más que alto, descomunal; rostro enfermizo y voz cavernosa; sotana negrísima y capa pluvial ondulante en los oficios de difuntos. Además, sabía cómo aterrorizar a los monaguillos y sojuzgar a los fieles con su fría mirada.

«Sé que esto de los ataúdes y los muertos te gusta», me sopló un día en que, vestidos para la ocasión y en compañía de mi primo, que llevaba el agua bendita, nos dirigimos a casa de una joven que acababa de morir, «víctima de una misteriosa enfermedad de la sangre». Esa joven, que era hermana de un compañero de clase, tenía fama de fresca y eso en los pueblos se sabe y se alimenta. Muchas veces la vi pasear en camisón por la casa, sin importarle nuestra presencia, pintarse las uñas de los pies o cardarse el pelo delante de nuestras narices. «¿Cómo me veis?», nos preguntaba ajustándose la camisa de dormir a unos pechos puntiagudos como los de las películas de Terence Fisher. Y nosotros nos mirábamos sorprendidos sin comprender aquella liturgia exhibicionista. La hermana de mi amigo, quizá por exceso de vicio, se fue debilitando y acabó muriendo en primavera, sin alcanzar las tórridas verbenas de verano.

Cuando llegamos a casa de la muerta, el ataúd todavía estaba abierto y don José estuvo lanzando agua bendita sobre el cadáver. Un aficionado al cine de terror, como yo, esperaba que el agua provocara efectos corrosivos en la piel de la joven, como había visto en las películas, o que la muerta se levantara de improviso y sonriera mostrando unos colmillos amarillentos. Pero nada de esto sucedió. Quizá la hermana de mi amigo estaba definitivamente muerta y la situación no tenía remedio. Cuando procedieron a cerrar el ataúd, la madre de la chica, una mujer agitanada de pelo negro y lustroso, se lanzó sobre la caja sollozando: «¡Micaela! ¡No! ¿Por qué lo hiciste, degraciada? ¡Mi hija es buena! ¡Es buena! ¡Que no se la lleven! ¡Que no se lleven a mi hija!»  

Salimos de la casa, seguidos por el féretro y los acompañantes. Yo enarbolaba una cruz metálica; mi primo llevaba el agua bendita y el hisopo. La comitiva emprendió el camino hacia la iglesia, donde se realizaría el funeral. Y cuando pasamos por delante del cine pude ver que anunciaban otra película de Terence Fisher: Las dos caras del doctor Jeckyll (1960). No parecía una película de vampiros, pero el cartel era truculento y me llamó la atención: a un lado, el perfil de un individuo vestido con pulcritud decimonónica; al otro, la versión feroz del mismo tipo, la cara teñida de un violento color verde. La eterna lucha entre el bien y el mal, me dije; la eterna lucha entre la inocencia y el pecado. ¿Se puede saber qué hiciste, desgraciada?, pensé en la hermana de mi amigo. ¡Estabas viva y lo desaprovechaste! ¡Ahora estás muerta!

Entonces don José me propinó un severo pescozón en la cabeza y me devolvió a la urgente realidad, a la realidad de los muertos auténticos, el entierro de Micaela y los sollozos de su madre.

—¡Esa tampoco es una película para niños! —me espetó con voz lúgubre, y seguimos camino hacia la iglesia de San Sebastián.