Se escucha el viento rugir entre cristales. Es un rugido desgarrado y acariciador que arremete con todo a su paso.
Las hojas, desprendidas ya de las ramas, recorren la ciudad por obra y gracia de la ventolera, arrastradas y húmedas, para caer, algunas, en las aguas gélidas del río Bernesga. Los patos, en su nadar, las picotean como manjar curioso que no es de su apetencia, pero juegan y distraen así la mañana soleada. Algunos ancianos caminan cerca del puente cargados con bolsas de fruta que han comprado en el mercado de los martes, y otros pasean a sus nietos pequeños que aún no comenzaron la escuelita.
Todo parece medido y artístico, como en una pintura costumbrista, mientras el país arde de contradicciones e incertidumbre.
No queremos pensar en el mañana; es mejor así, vivir el día a día lentamente y disfrutar de este relente dadivoso de noviembre en vientos.
Quizás más tarde, cargados de poemas impertinentes y grandiosos, podamos resolver algunas dudas. Mientras tanto, quietud y café largo en honor a la vida que nos alberga en su seno. La vida madre que nos lleva y nos encauza: cada uno en su lecho, cada uno en su nido. Cada uno en este desconcierto de vivir y esparcirse como las hojas desprendidas de la rama.