Recibió su partija en la herencia de una tía lejana, fea, vieja, ciega y gruñona, que acababa de fallecer en León, a la que apenas conocía si no fuera por algunas referencias vagas y confusas, y de cuya falta, por más que quiso, no pudo condolerse, sino más bien alegrarse. El de Castrojeriz llegó a León siendo villano de a pie y con el empeño de volver a su pueblo caballero de a caballo: la venta de la partija se lo permitía.
Por aquel entonces León bullía. Era un hervidero de gente. Años atrás, Alfonso III había extendido sus reinos tomando tierras del Califato de Córdoba en cruentas batallas hasta llegar a las aguas de los ríos Mondego, Duero y Pisuerga. Su descendiente Ramiro ha convocado asamblea plena en León, coincidiendo con la gestión de la herencia que el de Castrojeriz llevaba a cabo en la misma ciudad. Acompañan a Ramiro sus hijos los infantes don Sancho y don Ordoño.
Con el dinero de la partija, el de Castrojeriz compró un potro morcillo, huesudo y de mal pelo. El vendedor, que no bajaba la tasa de sesenta sueldos, y rezongaba y rezongaba cual ajusticiado que fuera llevado camino de la horca, según tienen por costumbre los usureros de fuste y rancio abolengo, se avino, al cabo de muchas vueltas y perjurios, en veintitrés sueldos de los sesenta inicialmente pedidos; y así se cerró el trato. A la compra del jumento añadió el de Castrojeriz el aderezamiento del animal y tomó cabezada, pretil, riendas y ataharre. También hubo de adquirir, porque es obligado que caballero monte a caballo con justo lucimiento del jinete, el consiguiente escudo, espada y lanza. Para el pago se pesaron las monedas de la partija, como es fuerza hacer, pues ya se trate de sueldo galicano, de dirhem cordobés o de denario romano (que todavía el arado hace aflorar con frecuencia) la moneda vale distintamente según el peso en plata que cada pieza lleve en sí misma.
Quedó el rey Ramiro en León holgándose después del yantar en el juego del ajedrez con Oveco, obispo de León. Sentábase el obispo en un taburete de tijera y Ramiro en silla o cátedra de madera, de ancho aposento y respaldo con incrustaciones de metal y hueso. Con ventaja iba el clérigo en el juego, como por otra parte es muy natural, aunque no sea de razón.
Así, pues, quiso Dios que el rey Ramiro quedara en León y permitió que entretanto el de Castrojeriz partiera para el pueblo. Mas hete aquí que sobre más o menos a una legua de camino, esfumado ya el sahumerio que el usurero y anterior dueño propinara al jumento para mejor venderlo, entonces sacó el bruto al aire su carácter verdadero, y resultó no tan pacífico como antes pareciera, sino que, dando sainetes y volteretas, dijo “estos son mis reales” y “aquí estoy yo, que ahora me conocerán”, y, a más de revoltoso en extremo, resultó ser cojitranco, que falseaba de las manos dando grandes traspiés con mucho peligro del jinete que lo montaba. A tal extremo llegó la cosa que el caballero de a caballo se vio en la urgente precisión de poner pie en tierra, y de continuar andando por sus propios medios o piernas, hasta alcanzar el subsiguiente pueblo, cuya torre campanario se divisaba desde allí a no muy lejos.
En llegando al pueblo, trató de vender el trotón, con tan poca fortuna que nadie lo quiso tomar, si no fuera regalado y con cédula de hacerse el dueño responsable de los daños que el jumento pudiera ocasionar. Se aquietó y conformó el caballero con una acémila de paso corto y mediana edad, sobre cuyos lomos ajustó los pertrechos y demás bultos del equipaje, y de esta particular forma continuó adelante. Eso sí, liberó al caballo a poco trecho, donde había visto un arroyo y un fértil valle, y dejolo allí solo y en cueros, que se buscara la vida, que bien podría en aquella verde y vasta anchura.
Y en llegando a Castrojeriz no tardó en mercar un buen potro a un vecino suyo, que se dedicaba a criarlos para venderlos. En esta compra de ahora no habría oculto engaño ni vicio alguno, porque el vendedor era persona conocida muy de antaño, tanto él y hasta sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos hasta la generación sexta. Y además contemplaría la cara del vecino, muy de mañana, todos los días que Dios le otorgara vida, y esta visión constituiría por sí sola sana garantía de toda compra.