Una es alta, rubia, con cara de haber aterrizado hace una hora y estar buscando su piso de Erasmus. Un lugar donde la espera una compañera que ya tiene un novio de aquí, un tipo que está contentísimo de salir con una belga y cree que Brujas se llama así porque era un sitio de aquelarres. Solo ella sabe quién era el Duque de Alba. Las dos llegaron a España porque no había plazas en Italia; deberían estar en Bolonia. Todavía no saben que Valencia es ideal para pasar diez meses de vacaciones entre veinteañeros y volver a sus casas, iluminadas por el modo de vivir en el Mediterráneo.
La otra mujer, al fondo, con la mirada perdida después de haber visto a la chica de la mochila, tan blanca, tan rubia, tan joven. Tiene dos hijos adolescentes, un marido ausente casi todo el tiempo, al que no echa de menos, y un amante que conoció en las redes sociales y que le alegra la vida más cuando no lo ve que cuando lo ve. Se siente segura de sí misma, conoce a los hombres y los acepta en su justa medida, alguno incluso le cae bien. Le dan ganas de invitar a la rubia a un café y decirle unas cuantas cosas sobre el tiempo que las separa, sobre lo que probablemente le va a pasar. Pero se calla y le desea suerte en silencio mientras se acerca al botón rojo y enciende el rótulo de «próxima parada».
(Fotografía subrepticia del autor).