Dioses de pezuña hendida

Amores brujos

 

El gran dios Pan era hijo del misterioso Hermes —protector de los oradores y de los ladrones—, hijo a su vez y mensajero de Júpiter. Ved de qué dioses enormes podíamos echar mano por entonces.

Cuando la madre de Pan, Dríope, lo vio recién nacido, echó a correr espantada por su fealdad. El niño, por su parte, se escapó dando alegres saltos sobre sus patas de pezuña hendida. Hermes lo alcanzó revoloteando con sus sandalias aladas por los montes, ayudado por cazadoras y monteras de su hermana gemela Diana. Cuando al fin lo atrapó, lo envolvió en una piel de liebre, animal amoroso dedicado a Venus, y lo llevó al Olimpo, donde desató la risa de los inmortales, que le bautizaron con el nombre de Pan, que significa «de todos».

Era mitad hombre y mitad cabra, con cuernos retorcidos y hocico bestial. También entre los dioses los hay deformes, como el cojo Vulcano, jefe de mantenimiento, artesano y artista imprescindible en el Olimpo y marido de la más hermosa, Venus. Y de ésta dicen que bizqueaba un poco, lo que aumentaba su poder de seducción. Y de Diana, que tenía bigotillo. En fin…

Tras aquel arrebato políticamente incorrecto que hizo a los olímpicos burlarse de la criatura semicaprina, no tardaron en aceptarla con entusiasmo, como a Vulcano con su pata coja, y amarla, y le regalaron el mundo salvaje de los montes y la tierra inculta de Arcadia, con su propia pandilla: sátiros, faunos, silvanos, compañeros híbridos como las criaturas de La isla del Dr. Moreau, novela que debería ser de lectura obligatoria en la pubertad para tirios y troyanos de todo género y condición.

Pan era pacifista. Se dijo de él que nunca había estado en una guerra ni abrazado a bando alguno divino o humano. Amaba extremadamente, como hijos de la Naturaleza, a los hombres y sobre todo a las mujeres, y les inspiraba sueños oraculares en sus guaridas y madrigueras —pues no tenía templos—, mientras dormían sobre yacijas de pieles de corderos recién sacrificados. Su auténtica y genuina pasión era echarse la siesta en los cañaverales, mecido por el sonido del viento entre las cañas. Si alguien le molestaba en su descanso, gritaba y saltaba como el energúmeno que él mismo, en el fondo, era. Hasta la naturaleza se estremecía. Sus destemplados gritos provocaban la desbandada en rebaños y manadas, aunque no les hiciera ningún daño. En los días de festivales importantes, se vestía de frac y se ponía un monóculo. Este disfraz elegante tenía gran poder sobre la reproducción de las cabras y divertía mucho a Hermes. Su efigie del frac y el monóculo fue portada en varias ocasiones de la Révue des Sirènes, de la que era colaborador.

Revoloteaba Eros un día por la sala de espejos del Olimpo en persecución de Hebe —aun a sabiendas de que nunca atraparía a la encantadora virgen—, cuando reparó en la belleza de un tapiz que nunca antes le había llamado la atención. Se detuvo a leer el cartelito de Pausanias, conservador del patrimonio divino, que rezaba así: «El dios Pan en la Edad de Oro. Anónimo.» La pieza, magnífica, ocupaba un panel entre dos espejos dorados. Era muy colorida y llena de atracciones visuales como grandes frutas rojas con pinchos y gotas de rocío, pájaros extraños de plumaje multicolor y vasijas de alquimista, polvorientas unas, otras transparentes como el aire. La banda central de la composición estaba ocupada de derecha a izquierda por un carro conducido por el dios Pan y un séquito de sátiros, faunos y ninfas selváticas, y unos niños orinando en corro. También había lampiñas figurillas humanas desnudas entregadas a una curiosa gimnasia amorosa. En lo alto del cielo aparecía, entre nubes, el dios Saturno en la posición de bendecir todo aquello o abrazarlo como suyo. Era la Edad de Oro y no se trabajaba ni se hacía otra cosa que pasear y disfrutar en los jardines de una naturaleza caprichosa que nadie había domado todavía. Unos bocados a las enormes fresas, un trago de la miel que chorreaba de los panales, un abrazo de Pan o de una ninfa, era suficiente para satisfacer a cualquiera.

Atraído por el muelle paisaje verde del cuadro, Eros saltó dentro de él. La lana del tapiz le hizo estornudar varias veces, y ya se estaba arrepintiendo de haberse metido en aquel lío de tejido y hebras sin sentido, cuando el jardín le dejó pasar a su interior, reconociendo los dioses que lo habitaban que, por no tener él ni cuernos ni pezuñas, no iba a resultar ningún mal de ello para la obra. Tal vez, en todo caso, cierta plusvalía en publicidad por lo ilustre de la visita. Pues, a fin de cuentas, era el dios que preside el deseo de todas las criaturas sexuadas y de los futuros consumidores de mercancías. Saturno, que estaba en lo alto, el Pan del carro de la bacanal y el niño Eros se miraron entre sí y se saludaron quitándose los sombreros, a lo que Eros añadió una graciosa reverencia levantando una pierna hacia atrás a la manera de Hermes.

Las paniscas y silvanas que rodeaban el carro de Pan no eran criaturas delicadas como las ninfas a las que estaba acostumbrado a tratar Eros —madres de dioses, camareras de las diosas mayores o protectoras de fuentes y arboledas palaciegas—, sino una suerte de animales de pechos redondos sin vello y cuerpo cubierto de recios pelos de cintura para abajo. Su rostro, tremendamente malicioso, de nariz respingona y ojos rasgados, seducía con solo mirarlo. Tenían la belleza de los animales y su amable talante, y eran muy jodedoras. Hasta entonces no había tenido ocasión de verlas, salvo en los cuadros barrocos. Le encantaron.

Se derritió por una preciosa morena con trazas de mujer pantera, llamada Leonor, y se puso a su lado en el paseo del carruaje del gran dios Pan. Según recorrían el jardín dando vueltas sin perder la forma del tapiz, aumentaban las golosas maravillas para el olfato y el gusto. Enormes rosas centifolias blancas como la nata, ciruelas del color de la túnica de los emperadores, cerezas rojas de pasión, frascos transparentes, unicornios, amantes boca abajo reflejados en las aguas de las charcas… Allí no faltaba nada que pudiera halagar a los sentidos ni excitar la fantasía. Se hallaban sueltos también por aquellos sitios amenos la libertad, el humor, las caricias y la música de las flautas.

Pero entonces apareció Plutarco por el foro y dijo, leyendo en su libro ¿Por qué callan los oráculos?, que mientras el marino Tamo viajaba hacia Italia, una voz profunda salida del mar, le dijo: «Tamo, ¿estás ahí? Cuando llegues a Palodes avisa a la gente de que el dios Pan ha muerto.»

¡El dios Pan había muerto!

La muerte de Pan fue un misterio. Saturno se envolvió en una negra nube para que no le vieran llorar. Todo lloró. Una espesa lluvia cayó sobre el jardín de las delicias haciendo huir a los dioses y los hombres. Era el fin de la Edad de Oro, cuando había amor y comida en abundancia y todos ejercían sus caprichos y hablaban de filosofía. Luego vino la mediocre edad de plata, la de bronce, o sea la de los héroes como Aquiles, y la de hierro, es decir, la de la locomotora y la electricidad.

Hermes sacó a Eros del tapiz y lo depositó en el suelo. Debía estar a salvo por ser un dios primigenio, destinado a seguir sembrando la locura entre los hombres y los dioses.

 


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