Hace rato que ha llegado el barco y el tren ya está esperando, tengo que darme prisa. Este frío, esta niebla, otra vez turno de noche para dos miserables trenes que tienen que salir. Esos ojos de buey parece que me miran y se ríen de mí, y estas escaleras que cualquier día se vienen abajo, y yo con ellas. Maldita sea mi estampa, quién me mandaría venirme al Canal de la Mancha con lo bien que estaba en el sur, menos mal que todavía quedan pasajeros en el puente, ya no tengo que darme prisa por si el tren sale por una vez en hora. Cada vez me cuesta más subir esta escalera, no sé si son los años o esta mierda de pueblo donde la humedad se te mete en los huesos y no te la quitas de encima ni con aguardiente. Qué raro que esos dos estén ahí tan tranquilos cuando el resto del pasaje está bajando por la rampa, y además están hablando. Anda, uno le ha dado al otro una maleta. Lo bueno de estar aquí arriba en el guardagujas de la estación es que se oye todo, aunque se hable bajito. “Espera dos minutos, ten cuidado, no tengas prisa” le ha dicho el que llevaba la maleta al del sombrero. Esos traen algo de contrabando y se están poniendo de acuerdo. Estos puertos pequeños son siempre iguales, gente que vive a salto de mata dispuesta a sablear en cualquier momento.
Mira, ahora baja del barco el que ha entregado la maleta, qué raro, no sube al tren, pensará quedarse en este pueblo de mala muerte. No, si todavía habrá gente más desgraciada que yo si tienen que venir a trabajar aquí. Y el otro, con su sombrero y su gabardina, ahí sigue, sin moverse, fumando un cigarrillo. Es que mientras no bajen todos los pasajeros del ferry el tren no va a salir y yo aquí, pendiente de tener que cambiar las vías para que puedan llegar a la capital. Y la niebla que está bajando, joder qué frío hace aquí dentro. En unos minutos no voy a ver nada, se están empañando los cristales y no tengo con qué calentar la habitación. Con toda esta cristalera no hay forma de mantener un poco de calor en estos inviernos, y los días de sol te achicharras. ¡Otro compinche! Hay un tercer hombre al otro lado del muelle, se están mirando el del barco y él. Le ha lanzado la maleta. Qué puntería, al charco directo, menos mal que no ha caído al mar, pero como llevara algo delicado o que se estropee con el agua lo llevan claro, será mejor no comprar tabaco en el bar los próximos días. Qué listos, ahora a ver quién relaciona la mercancía con el barco, van a bajar los dos sin equipaje como si tal cosa, y el tercero para allá que va, con la maleta y hacia el interior del pueblo, que es que no hay quien reconozca a nadie con esta luz y esta penumbra.
Bueno, a ver si baja el del sombrero, se va el tren y yo puedo pasar una noche tranquila y calentarme con la botellita que guardo en el escritorio. Sí que venía gente hoy en el barco, poco a poco, pero no paran de bajar; mírale, ahí está, saludando como si tal cosa y enseñando su billete. Qué pachorra el tío, eso sí, no se han dado cuenta de que lo he visto todo. Van a haber quedado en otro sitio el hombre 1 y el hombre 2 porque este tampoco se monta en el tren, va a pasar por debajo de esta garita y le voy a perder de vista. Atento, que está William cerrando las puertas de los vagones. No sé cómo este tren sigue funcionando, casi está tan ruinoso como el pueblo, pero ahí le tienes, cada lunes, miércoles y viernes como un clavo, y no falla, ni se estropea. Vamos allá, cambiemos las agujas y a sentarse en el escritorio, trae para acá el vaso y la botella. Va a ser una larga noche y bastante desapacible, menos mal que, por lo menos, no tengo que salir de aquí, pero el aburrimiento ya me está empezando a causar estragos, cualquier día me bajo y me monto en el barco para desaparecer.
“Suelta, cabrón, hijo de puta, esto no es lo acordado, que la sueltes”. Pues parece que esta noche va a ser entretenida. Allá al final del muelle hay dos discutiendo, ¡pero si es el hombre número 3!, y el que ha aparecido de repente está tirando de la misma maleta. ¿Qué llevarán en esa maleta?, por unos cigarrillos o un par de botellas de whisky no va a ser. Como no se den cuenta terminan en el agua; con esos empujones que se están dando uno cae fijo, no te digo, le ha tocado al nº 3, y además se ha llevado la maleta. Si el charco no había sido suficiente acaban de rematar la mercancía. Pues el tipo no sale, y el otro no hace nada por rescatarle, está ahí, agachado, mirando como si tal cosa. Parece comprobar que el otro se ha ahogado y no piensa hacer nada. Y la maleta tampoco le debe preocupar lo suficiente porque no la veo ni flota. El nº 3 ha caído a plomo y ha desaparecido, tampoco es tan extraño, entre el abrigo empapado y el contraste del agua helada lo mismo ha colapsado de inmediato y se acabó. Pero, ¿y la maleta? Con las corrientes yo sé dónde va a aparecer y a este número 4 no parece que le preocupe demasiado. Viene hacia aquí. Por primera vez, estar en esta garita a diez metros del suelo me ha servido de algo, espero que no mire hacia arriba y se dé cuenta de que lo he visto todo. ¿Irá para el pueblo? No, va directo al bar del hotel, seguro que ahora empezarán las llamadas y los nervios. A ver si tengo suerte y encuentro la maleta con algo de interés para sacarme el aburrimiento de encima.
Este relato se basa en 17 minutos de película, un plano secuencia de los de recordar, con una cámara que sube, se desplaza lateralmente, baja, vuelve a subir, va de izquierda a derecha y viceversa. Así empieza la historia. Imagino que quien haya visto esta película en blanco y negro identificará la escena y el título. Suena un acordeón al principio y al final, suenan máquinas de barcos y trenes, las únicas palabras que se oyen son las que he reproducido. No se ve otra cara que la del observador anónimo, lo demás son siluetas y rostros apenas perceptibles desde la lejanía. No daré más pistas. Mantendremos el misterio hasta la siguiente entrega de Miradas de cine, hoy ha sido una mirada subjetiva siguiendo a un empleado ferroviario.