Este verano no vale

Miradas de cine

 

Uno está acostumbrado a vivir con políticos que no sirven pero se sirven, con albañiles que desarreglan en vez de solucionar, con fontaneros que tapan una fuga y te abren dos. Hay hombres, y mujeres, que no sirven, como hay jueces que se atascan contra el fuerte y se crecen contra el débil, futbolistas que siempre fallan el penalti decisivo o para los que los contratos solo obligan en una dirección, como también hay bases que pierden la última posesión del partido. Hay médicos que impresionan con su bata blanca pero que se desmayan ante la primera gota de sangre, hay amigos que siempre hacen viajes muy especiales pero que son iguales al del resto de mortales, pero ¿estamos acostumbrados a que el verano no valga? Te acostumbras a perder la señal wifi en mitad de la escena culminante como a que la última botella de vino que tienes en casa se haya estropeado. Cuando no coges paraguas llueve y si sales con él sale el sol; siempre hay un amigo que compra mejor, más barato y en la mejor tienda de la ciudad que, por supuesto, no conoces; pero ¿nos acostumbraremos a que los veranos no valgan? A playas vacías, mares desiertos, toallas guardadas, sol desperdiciado, cuerpos sudorosos que no se refrescarán en aguas límpidas. ¿Podremos asumir que los veranos dejen de ser veranos?

Y, si yo suelo escribir de cine, ¿por qué hablo de verano, mar, agua, de lo que está pensado para servir y no sirve? Porque este verano no vale, todo ha quedado en parálisis, en suspenso, a la espera, porque más que un verano estamos teniendo una primavera tardía. ¿Veis? Ya llegué, llegué a Ozu y a una imagen fílmica que me produce un pinchazo doloroso cada vez que la veo. Y la escena está pensada para transmitir cierta alegría, pero en el cine del director japonés no es la primera vez que la mueca de sonrisa se queda congelada con un matiz de melancolía, como le pasa a este verano del 20, que se quedará tan marcado en nuestra memoria como el verano del 42 en Hermie cada vez que se acuerde de Dorothy. Hay una pareja sonriente que se desplaza en bicicleta por carreteras secundarias, sin automóviles, sin paseantes, sin agricultores, un camino de sonrisas, miradas, una melena que se descoloca por el viento y una música festiva, como de verbena veraniega (esto pensado desde España porque para un japonés no sería posible esa idea). Un ritmo sencillo y saltarín para reforzar que esa pareja está contenta y esperanzada, aunque la mirada de ella parece proyectarse más allá de ese momento concreto.

El destino final de la pedalada es una playa. Una playa desierta, soleada, pero en la que no podemos desnudarnos porque la temperatura exterior no invita a ello. Este año es la temperatura interior la que nos quita las ganas, es verdad, pero nos vamos acercando a esa idea de que el verano no vale si no viene acompañado del espíritu para el que tiene que servir;: descansar y relajarse. La escena en la playa tiene la imagen icónica que a mí me recuerda siempre a Ozu, dos bicicletas. Dos bicicletas aparcadas, hundidas en la arena de pie y en paralelo, que indican la presencia de personas que no vemos. A la ligereza y alegría de un previo paseo, la intimidad de compartir un esfuerzo físico placentero y un posterior descanso, se le une la melancolía de una presencia cercana y perdida, un recuerdo agradable del presente, teñido por el amargor de la derrota o de la pérdida. La melancolía que empaña el presente de la visión de una playa pensando en las del pasado, en aguas más o menos profundas, más o menos transparentes; en ojos en los que nos sumergimos y a los que ahora la memoria nos devuelve para hacer inservible el verano.

Dos bicicletas en la orilla y la punzada de que Setsuko Hara piensa más en el pasado que en el presente. Que habla con su acompañante pero no tiene voluntad de cambiar su rumbo. Que hay evidencias imposibles de reparar, como alegrías que salen del corazón pero se hielan en la boca. En la mirada de Noriko, en definitiva de una de las actrices más luminosas de la historia del cine, hay una alegría ficticia destinada a no ofender al acompañante, pero también puede atisbarse el aviso de una renuncia que se asume como consecuencia del destino. Que el personaje del padre, interpretado por Chishu Ryu, maquine para torcer esa determinación forma parte de otras escenas; de esa cámara a la altura del suelo, de la camaradería respetuosa entre conocidos, de borracheras a costa de botellas de sake, de trenes que atraviesan el paisaje o lo urbano. Con las vacaciones miramos con alegría pero, como a Noriko, nuestros ojos no nos engañan. Miramos desde el presente pero solo vemos el pasado, sentimos un calor que no nos sirve para encender el cuerpo por dentro, porque esta primavera tardía de 2020 es como un verano que no existe.