Hay días en los que me levanto y no recuerdo nada ni sé dónde estoy. Y oigo ruidos en mi cabeza como si alguien rascara una pizarra con las uñas. Días en los que no me reconozco a mí mismo y veo una cara en el espejo tan desorientada como yo. Busco referencias por la casa y los objetos me parecen extraños, no identifico a las personas que aparecen en fotografías enmarcadas que me sonríen desde el tiempo. Vago sonámbulo por el pasillo, llego a una cocina pintada de rojo carmín por encima de las baldosas blancas, y me hago un café. Mis manos van a los armarios correctos y sacan el café, las galletas, la taza y el plato, el sabor del café me es conocido y eso me tranquiliza. Es una casa de principios del XX, grande y con techos muy altos, con molduras de escayola que forman rosetones que enmarcan las lámparas esféricas de cristal. Llega un gato negro, se restriega contra mis pantalones, hay un bol vacío y una bolsa de pienso al lado. Le pongo un poco y ronronea a mi alrededor. Oye un ruido, veo un destello en las ranuras de sus ojos verdes y sale corriendo. De pronto se abre una puerta del pasillo y se oye una voz de mujer que dice: ¿Lucas, ya te has levantado? Y todo cobra sentido de nuevo.
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