Me lo contó un amigo de más de setenta años. Todo lo que sigue es cierto. No solo cierto: real. Lo que no puedo decir es que sea verosímil, pero cierto lo es.
“Los aviones llevaban muchos días sobrevolando el pueblo. Siempre por la mañana, primero hacia el oeste y un poco más tarde, de vuelta, hacia el este. Eran seis, a veces siete. Alguien dijo que eran aparatos italianos. Grandes aviones barrigudos, con tres motores. Cuando aparecían tras los montes sonaban las alarmas. La primera vez la gente se metió en casa. Pero pasaron los días y le perdieron el miedo a las sirenas: los aviones pasaban y nada más. Debían de ir al frente. Así que, cuando el jueves día 4 aulló la alarma, casi nadie le hizo caso alguno. Hasta que se escuchó el primer silbido que caía del cielo. Luego el estallido, un respingo en la tierra, la bola de humo negro al final de la calle.
Agapito, de seis años, ya tenía bastante entendimiento para comprender que debía guarecerse deprisa. Salió pitando para su casa, se metió dentro y se agazapó bajo la mesa de la cocina. La bomba entró por el tejado como un dardo ardiente en la manteca y explotó en la buhardilla, que estaba justo encima. Cuando lo sacaron de entre los cascotes, estaba entero, no había sangre. Aunque su padre enseguida comprendió que algo iba muy mal dentro del cuerpecillo, algo malo y oculto. Los ojos del niño parecían de cristal ausente y estaba mudo, el gesto raro, doblado. Lo cargó a su espalda y bajó corriendo a buscar al médico. Pero ante la enfermería ya se amontonaban heridos gravísimos, cadáveres. Alguien le aconsejó que se lo llevara a un hospital.
El padre y la madre del niño lo cargaron por turnos. La carretera, la noche. El niño continuaba mudo y cada vez como más ausente, más espiritual. La ciudad más cercana estaba a unos 60 kilómetros, pero confiaban en que alguien pasaría por la carretera y les llevaría en su vehículo. Nadie deja a un niño en esas condiciones. Y así fue, aunque varias horas más tarde. Apareció un camión cargado de soldados. No debían llevar civiles, les dijo el que mandaba, pero se compadeció. Les dejaron en su cuartel, a 10 kilómetros de la ciudad.
Y llegaron por fin a la ciudad, casi al amanecer. Allí les contaron que la ciudad estaba partida en dos: más allá del río estaba la mitad ocupada por el enemigo. Y los nuestros, en la retirada, hemos volado los puentes para detener el avance de las tropas. Es imposible cruzar y además todos los hospitales están en el otro lado. Podéis probar en un hospital de campaña, a ver si algún médico os puede atender.
Un oficial médico cogió al niño y lo metió dentro de una tienda de campaña, y a los padres les mandó esperar. Los dos cayeron rendidos y se durmieron, exhaustos, en un cobertizo a quince metros de la tienda. Se durmieron en el suelo, sin mantas ni almohadas, encima de la tierra.
Cuando la madre despertó el sol lucía bastante alto. Se fue hacia la tienda en donde había dejado al niño, pero allí no había nada, ni rastro de la tienda, del médico ni del niño. No encontró nada. El ejército y sus médicos continuaban retirándose a toda prisa. Preguntaron por todas partes, pero nadie supo decir nada y, además, eso era la guerra. El enemigo había conseguido cruzar el río y llegaría en cualquier momento.
Nadie recuerda cuántos días estuvieron ausentes del pueblo los padres de Agapito, pero todo mundo está de acuerdo en que no fueron pocos. Solo se recuerda que, a su vuelta, les preguntaron qué fue del niño y la madre respondió:
—Murió, el pobrecito mío murió. Estaba muy grave, muy grave por dentro.
Contó que lo enterraron en la ciudad, y contó con detalles un entierro muy bonito, con soldados que acudieron a disparar salvas, y que les ayudaron las buenas personas, anónimas, que las hay en todas partes, para conseguir una buena tumba, un ataúd blanco y una crucecita de hierro que también pintaron de blanco”.
Agapito no apareció jamás, ni jamás se supo de él. La historia verdadera se supo 40 años más tarde porque el padre le contó la verdad al hermano de Agapito justo antes de morir.