Me escucho. Acaricio con los dedos el teclado. Al principio, ninguno se mueve ni elige tecla. Escribir es como tocar el piano, aunque hay que buscar la partitura en algún lugar del alma, del corazón o, también, por las innúmeras circunvalaciones del cerebro. Todo es lo mismo, una metáfora de algo que desconocemos. ¿Alma? ¿Masa gris? Da igual; siempre es de lo desconocido que emergen las historias.
Así, me dispuse, hace unos días, a escribir. Buscaba algo remoto que rebullía desde alguno de esos lugares que mencionaba y que llevaba inquietándome desde la víspera.
Si hubiese sabido qué era, de qué iba a tratar en sus renglones, mejor hubiera cerrado el teclado, apagado el ordenador. Porque lo que venía, lo que vino definitivamente fue una muerte en forma de asesinato. Y no podía dejar de preguntarme si el asesino, al fin, sería yo.
No hallaba la partitura, sólo un hormigueo molesto, insistente, y el eco de una náusea sólida en la boca del estómago. Los dedos permanecieron un rato quietos, semirrígidos, sobre el teclado. Al fin, exhalé un suspiro de angustia y uno de mis dedos se posó en la “a” mientras el meñique de la mano derecha pulsaba mayúsculas. Rápidamente los demás dedos pulsaron, una tras otra, las teclas hasta completar la palabra “Asesino”.
Mi primera reacción fue preguntarme a quién me refería, pero enseguida supe que era a mí. El Asesino al que se iba a remitir el relato que recién empezaba a escribir era yo, el autor.
Es común que un escritor escriba sobre sí mismo. Pero, al momento, también, supe que en esta ocasión era distinto, porque no era yo quien movía los dedos por el teclado, sino ese Asesino que, de alguna manera, era yo Un Yo que acechaba en el alma, en el cerebro o el corazón, oculto, agazapado hasta aquel momento.
Me pregunté si ese yo asesino existía desde siempre o si acababa de nacer en lo íntimo de mi ser, en las sombras de mi subconsciente. La legión de relatos y cuentecillos que he escrito durante toda mi vida han nacido siempre igual, como decía, pulsando la primera tecla. Luego han aparecido, simplemente, como una consecuencia de esa primera pulsación. Entonces, ese Asesino que era yo, ¿evolucionaría? ¿Crecería y se apoderaría de mi ser, igual que mis personajes, que se apoderaban siempre del relato hasta concluirlo?
Soy el Asesino, al menos ese asesino. Todavía no he matado a nadie, pero lo haré sin duda. ¿Quién será la víctima? Quizás no sea yo más que un asesino casual, tomado por un arrebato ocasional que no habré podido resistir, y así un impulso involuntario moverá el cuchillo que no debería haber ocupado jamás mi mano, hasta hundirlo en el corazón de alguien. Y ese Alguien, que será la víctima de este Asesino que soy, ¿ha de ser necesariamente inocente? Igual se trata de una mala persona, malísima. Entonces, sí así es la víctima, ¿seré menos asesino o igual de asesino? Por ejemplo: los marines que mataron a Bin Laden, desprevenido, una noche apacible oriental, mientras descansaba de su jornada terrorista junto a sus mujeres e hijo, ¿son menos asesinos por el hecho de ser Bin Laden quién era? Fue una ejecución, dirán, no un asesinato. ¿Quién fue el juez? ¿Quiénes el jurado? ¿Dónde andaba el abogado defensor? No está muy claro nada de esto; aunque lo más seguro era que Bin Laden era malísimo y responsable de mucho dolor y mucha muerte. Vale, todo eso es cierto, pero matarlo mientras dormitaba indefenso me sigue pareciendo un asesinato.
¿Cómo será mi víctima? Me gustaría imaginar que será un malísimo de esos. No quiero pensar que asesinaré a una buena persona. Bueno, quizás, es posible… que lo sea, sí. Pero yo no lo sabré, yo estaré convencido de realizar un acto de justicia, igual que esos marines. ¿O no? Porque cabe otro escenario…
Sí: un relato distinto, en el que el malísimo sea mi yo Asesino, o sea: yo. ¿Puedo ser yo un malísimo? ¿Puedo serlo en mis cabales, sin haber enloquecido? ¿Podría haber sido, yo, Hitler o Jack el Destripador? ¡Todos estamos tan convencidos de nuestra bondad intrínseca!
El asesinato parece un acto definitivo cuando el Asesino es, como yo, un asesino improvisado, casual. Resultaría distinto si hablásemos de un sicario, de un asesino profesional, con muchas muescas en la culata de su arma. No es mi caso. No creo que yo le coja gusto a ir matando a mis semejantes, no. Sólo terminaré con la vida de uno de ellos, solo uno. De esto estoy casi seguro. Luego mi asesinato será un acto definitivo. El Acto final.
La vida me cansa, todo es tan turbio desde hace tanto tiempo que ya no me motiva encontrar algo de luz en esta niebla que anega los calendarios y los mapas. He fracasado en mi búsqueda. Ni al menor de los problemas, ni a la más pequeña de las incógnitas, he podido dar respuesta cierta. Todo son dudas, todo incierto. Incluso mis sentimientos, que contemplo hoy con la mirada del tiempo transcurrido, han sido un engaño, la tramoya sobre la que se representaba una biografía sin más sentido que el de terminar en el hoyo. Nada es cierto. Las causas más justas, los argumentos más elaborados, las teorías esforzadas de los filósofos, la fe ciega de los creyentes, el poema inacabado del amor ligero, nada, nada, nada…
Así que soy un asesino escéptico, desencantado y cansado. ¿Qué queréis que haga entonces? Matar, sí, creo que es lo único con sentido, lo único definitivo. Creo que me voy conformando con mi Asesino, que le voy encontrando el sentido a empuñar el arma y segar una vida… Segaría la Vida así con mayúscula. Creo que no somos más que una enfermedad de la naturaleza. ¿El cosmos necesitaba de unos seres tan absurdos como nosotros para tener conciencia de sí mismo? Porque, si es cierto que nuestro único propósito sea formar parte del innúmero caleidoscopio de la gran Conciencia cósmica —la historia del Espíritu, que diría Hegel— ¡que le den! A tomar viento el Espíritu, a tomar viento Dios, si no me sirven a mí para nada, sólo para mi desdicha.
Pues esa historia se ha terminado, ya estoy harto de ser como mucho una parte infinitesimal del universo, una parte despreciable, de tan pequeña y desgraciada que es. ¡Mejor soy ya un Asesino, con todas las letras, con todas las consecuencias! Con la única consecuencia bella, redonda y perfecta: la muerte. El fin, el misterio sin voces, sin palabras, sin sentido.
¿Y mi víctima?
Ah, recuerdo que tengo en el cajón del escritorio un revólver cargado. Y me cosquillea la sien. Asesino y víctima al mismo tiempo, todo queda zanjado.
Al fin, en un breve y último acto, un problema resuelto… definitivamente.