Deckard cogió su fusil.
Que el futuro sería una cosa con carga negativa no lo contaron los padres, neutrones domesticados, por si acaso se nos ocurría echarles en cara lo del alumbramiento con la premura de lo obligado; pero ya lo narraron algunos escribanos especializados en la materia: Zamiatin, Orwell, Huxley, Bradbury, Vonnegut… y todo el resto de la alienada alineación.
El verdadero objetivo de la humanidad era la destrucción de su propia especie, extensible a todo bicho viviente que se interpusiese en su camino: pandemia idealista. Distopía hecha realidad, mientras Utopía, la hija del moro Tomás, fue perdiéndose en el olvido generacional: aquel imaginario combate de los sueños donde siempre acababan imponiéndose los malos, aunque fuera con la sutura de los puntos suspensivos…
Mentes libres sondeadas por la policía del pensamiento. Reproducciones artificiales de personas asquerosamente perfectas en su imperfección. Políticas represivas destinadas a controlar la pureza del individuo secuestrado en sociedades putrefactas. Religiones de pantomima en la sala de espera de templos abandonados: lavémonos las manos, que ya llegan los gusanos. Experimentos, todos ellos, encaminados hacia el insondable abismo de la locura colectiva. ‘Distopía volverá a elevarse en pocos años’, supieron vendernos a plazos; muy por encima de nuestras pesadillas, aunque para ello tuvieran que volar un buen puñado de cabezas bien pensantes.
Distopía tiene el alma roja y las bragas negras, su nombre esculpido en el trofeo al ganador de todas las futuras guerras. Su instinto de supervivencia no conoce mejor postor que la estrella del porvenir. Araña la tierra sin ensuciarse las uñas, sigue retozando en el limbo con la intención de engendrar… algo nuevo.