Cuestión de fe

Pesca de arrastre


Yo me lo creo todo. De hecho, soy sumamente religioso. Pero no de una religión en concreto, no. De todas.  Me confieso multicreyente o, si se prefiere, policrédulo o multipardillo.

Soy devoto del arrianismo, del confucianismo, del islamismo, de la iglesia evangélica… Soy asiduo asistente a diferentes ritos en iglesias, salones, templos, sinagogas y mezquitas. Soy el creyente perfecto.

Mi vida religiosa es una gozada, porque voy de credo en credo. Los viernes asisto a la mezquita de la M30; los sábados, a la sinagoga judía; los domingos, a primera hora, a la parroquia católica del barrio, después al templo mormón; cualquier día de la semana me acerco un rato al salón de los Testigos de Jehová, que siempre hay alguien por allí para venderme alguna publicación de esas que hablan de los elegidos y ofrecen imágenes de un paraíso con personas, leones y cebras, todos juntos, felices y sin hambre.

El lunes me quedo en casa y antes de cenar hago meditación zen.

Los miércoles los reservo para esas religiones del pasado que no tuvieron la suerte de sobrevivir en el tiempo pero que dejaron su huella en los libros de historia y de arte. De los antiguos egipcios y de la mitología grecorromana siempre se aprende algo. En el salón de mi casa, junto a una espléndida foto de la Acrópolis de Atenas, que conseguí en una agencia de viajes tras hacerme pasar por un pope ortodoxo (mi poblada barba me ha salvado del apuro más de una vez), tengo un pequeño rincón donde venero a Osiris, a Horus, a Apolo y a Poseidón, con el fin de que me sean propicios.

Hago proselitismo desde facebook, desde mi blog y desde twitter. Voy casa por casa dando el coñazo e intentando vender catecismos y la revista Atalaya y convencer a la gente de que abandone su vida pecaminosa…

Que los de un credo me dicen no sé qué del pecado original o del espíritu santo, pues yo voy y me lo creo; que otros me hablan de la reencarnación o de las huríes del paraíso, pues muy bien también.

De pequeño me hicieron la circuncisión, a los nueve años estuve presente en una lapidación, como parte del público asistente al acto, luego hice la primera comunión, me bauticé ya cumplidos los treinta según el rito de inmersión de los de Jehová, luego cogí un kalasnikov y me fui a pegar tiros a Afganistán en nombre de Alá. Allí conocí a Bin Laden.

Asistí a catequesis, a una madraza y a un cursillo del Opus y me aprendí varios libros sagrados de memoria: La Biblia, El Corán, la Epopeya de Gilgamesh, el libro tibetano de los muertos…

Me gustan las procesiones, pero no asisto a ellas porque tanto protestantes como musulmanes las consideran un pecado de idolatría. Así que, como se dice comúnmente, mi procesión va por dentro.

No fumo, no bebo, no tomo bebidas con cafeína, no practico la poligamia ni la sodomía, rezo varias veces al día, doy limosna a los necesitados, follo poco, no como cerdo, solo consumo pollo y cordero si se ha sacrificado según los rituales y mirando a La Meca o a Jerusalén, o a la mujer del carnicero, que está de buen ver.

Me casé con mi esposa según varios ritos. A eso dediqué todo un mes de mis vacaciones: a casarme. No hubo viaje de novios, pero sí mucho trajín. Del Palmar de Troya en Sevilla a La Almudena de Madrid, de La Almudena a la Sinagoga del Tránsito en Toledo, de Toledo a la mezquita de Lavapiés, de Lavapiés al Salón del Reino de los Testigos de Jehová de Alcorcón, de Alcorcón a un monasterio tibetano budista. Y así. A veces me hago algunos pequeños líos. Por ejemplo, el imán de Alcobendas andaba terminando su plática y yo me acerqué a él con intención de comulgar. Comunión no hubo, pero casi me soltó una leche, eso sí. La semana pasada, en la iglesia evangelista de Chamberí, pregunté al pastor que por qué no ponían un cuadro de la virgen o de algún santo para tapar una mancha de humedad que había salido en la pared. Creo que no entendieron bien mi gesto desprendido. Un domingo me presenté en la iglesia católica de mi barrio vestido con mis mejores galas: una chilaba limpita y el kufi nuevo. Las señoras endomingadas no me miraron con simpatía. Ni el cura. Tampoco entendieron en la sinagoga otro día que recitara un sura del Corán. La gente me miró con cara de pocos amigos, incluido el rabino, cuando acabé mi rezo con un Allahu Akbar.