Vivo en un principal y eso tiene cosas buenas como, por ejemplo, que solo tengo que subir un piso y que cuando vengo cargada del supermercado es una ventaja. Pero también tiene cosas malas como que me entero de todos los ruidos y escándalos que suceden en el portal y muchas noches me cuesta pegar ojo.
Hace unas noches me despertó un portazo a las tres de la madrugada. Sé que eran las tres porque me desvelé y eché un ojo al despertador. Si no, no lo sabría. Muchas veces estoy tan dormida que me cuesta distinguir si los ruidos provienen de mis incívicos vecinos o de mis sueños. El caso es que en invierno es aún peor porque el frío me adormece como a los osos, y lo cierto también es que en enero ya me gustaría poder hibernar como los osos, mantenerme con las reservas de mi cuerpo, que no son pocas y salir de mi templada cama con el deshielo y los primeros cálidos rayos de sol.
Esa noche, después del portazo alguien bajó, creo que del segundo piso, como trotando, muy apresurado, parecía que le persiguiera el diablo o que fuera a perder un avión. Lo que me pareció extraño fue que lo escuché insultar a alguien antes de salir del portal dando otro portazo aún más rotundo y definitivo. Me pareció que decía “sucio, sal de aquí”. Pero ¿a quién podría dirigirse? El caso es que ya me quedé con la mosca detrás de la oreja y me acerqué a la puerta de entrada para ver si escuchaba algo. Tras heladores minutos me pareció escuchar un quejido, luego otro…alguien podía estar allí.
Volví a la cama pero mi mente cívica no me dejaba dormir. Al cabo de casi dos horas me puse las zapatillas y me asomé al rellano sin hacer ruido. Tan solo me hizo falta bajar un par de escalones para descubrir un bulto, una persona en el hueco de la escalera que respiraba con dificultad.
—Oiga, oiga, ¿está usted bien? ¿Qué hace aquí?
Era un hombre y tardó unos segundos en reaccionar. De repente el hombre se dio la vuelta.
—Intento sobrevivir, ¿qué le parece? Estamos a bajo cero, señora.
Era la primera vez que le hablaba a un vagabundo, a una persona sin hogar.
—Ya, ya, comprendo —le dije algo cortada—. Y ¿puedo hacer algo por usted? ¿Necesita algo?
—Si me da una taza de algo caliente se lo cambio por los cubitos de hielo que tengo en los dedos, así no tendrá que hacerlos con la cubitera.
—¿Cómo dice?
Acto seguido el hombre me mostró sus manos y con la izquierda fue cortado a pedazos sus dedos de la mano derecha. Clac, clac, sonaban en golpecitos secos cada vez que un trocito se rompía, al doblarlos por cada falange; toc, toc, sonaban cuando caían al suelo.
Yo me quedé como una pava, mirando aquellos dedos desprendiéndose sin dolor, sin esfuerzo, sin sangre.
—Cójalos, señora, y métalos en su congelador, verá que bien le vienen la próxima vez que tenga invitados para servirlos en el whisky on the rocks.
En ese momento se me ocurrió que podría ser una buena idea y recordé que tenía una cubitera muy graciosa de hojalata y que los guardaría allí, así que subí a casa a buscarla.
—Ahora vuelvo, no se mueva —le dije.
Cuando cerré la puerta sentí un escalofrío y me di cuenta de que había vuelto a soñar y a levantarme para representar lo que creía que me estaba sucediendo.
Lo cierto es que tenía la cubitera de hojalata en la mano y había gotas de agua en el suelo.