Ciudad varada

Crónica de los días que pasan


Estoy ardiendo. El asfalto no aguantará mi peso milenario. El sol dora las fachadas de mis edificios que se derrumbarán sin remisión en unas décadas. No vendrán a salvar mis muros ni las torres de las iglesias que me adornan.

Ardo y tiemblo. Las pasarelas de hierro y hormigón que me dividen no son firmes, algunos viandantes se han quejado de vértigo y tambaleo al cruzarme de lado a lado. El río es testigo fiel de estas percepciones. Me acomete la vida, me desaloja la calma vespertina.

Al amanecer de algunos miércoles, percibo que anidan menos aves en los aleros de mis edificios más nuevos. Será que se han trasladado a ubicaciones silvestres. Los pájaros también prefieren vivir a las afueras de mí, y algunos parques que me colindan están muy solicitados. En el frondoso ramaje abundan los trinos que se mezclan con la algarabía de los niños extranjeros.

Pareciese que aún tiemblo más y mi frágil paisaje se ensombrece al paso de las horas.

Seré ruina esteparia. A mis afueras todo es terreno silenciado por el viento del norte. Murmullo de arroyo y manantial cercados por la vegetación otoñal que se dispersa a golpe de aguacero y ventisca. No quiero imaginar mis piedras esparcidas en infinitos tramos. Alejadas y dispersas entre la simiente que germinará cada primavera por los siglos de los siglos.

Estoy ardiendo. Ardo y tiemblo cada amanecer, igual que mis testigos.


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