Clara acompañó a su hermana menor Lucía a la clínica oftalmológica del Dr. Amadeus Hoffmann, donde debían realizarle un raspado rutinario de limpieza de las lentes intraoculares que le habían implantado en el ojo derecho años atrás.
La implantación había sido una opción de excelentes resultados. La libró de una fuerte miopía que sufría desde niña, que la había condenado a llevar esas lentes cóncavas muy gruesas, inventadas —se dice— por Nicolás de Cusa en el siglo XV, llamadas entonces, con popular gracejo, “de culo de vaso”. Así que por culpa de las gafas —invención a su vez del franciscano vidriero Alessandro Della Spina en el siglo XIII— que se asentaban sobre el caballete de su linda naricilla, en su infancia Lucía sufrió la burla de sus compañeros de colegio, que la llamaban, como es de suponer, Gafotas. Por si algo faltaba, Lucía era pelirroja y pecosa, de ojos verdes con brillos de faca —extraños brillos, pardiez, como los de la copla del maestro Quiroga o los de la diosa Atenea—. Pero el encanto de sus iris glaucos estaba oculto por los cristales. Esto no hacía sino aumentar el ensañamiento de los demás niños, esas inocentes e insoportables criaturas que solo esperan a crecer para volverse completamente intolerantes, que añadían a Gafotas una lindeza más: “Ojos de rana”.
Más tarde, siendo ya Lucía una jovencita universitaria, la tecnología de las lentes había evolucionado hacia las progresivas, de cristales finos, aptas para todo el campo visual, en competencia con las molestas lentillas de contacto rígidas. Al principio eran muy caras, pero con el tiempo y la competencia se volvieron bastante asequibles. Lucía se hizo con unas invirtiendo lo que sacaba de dar clases particulares de latín a una fierecilla que odiaba La guerra de las Galias y se distraía con el vuelo de una mosca, mientras ella intentaba enseñarle a traducir la transparente prosa de César.
Pero nada en el campo de la oftalmología tan liberador como la cirugía con rayos láser, popularizada en los años noventa, una técnica readaptadora del contorno de la córnea, que es la cubierta transparente del ojo. Existen distintos tipos de esta clase de intervención intraocular. La llamada LASIK —queratomileusis in situ—, asistida por rayos láser, es una de las más comunes y fue la que le aplicaron a Lucía. La recuperación de un 80% de la visión sucedió, como estaba anunciada, en 24 horas y llegó al 100% en pocos días. La intervención duró solo unos minutos sin el menor dolor y apenas molestia. Cuando finalizó, la joven pudo volver a su casa tras un pequeño descanso, en compañía de Clara. Aquellas intervenciones no eran dolorosas, sino incluso divertidas. Se realizaban con rayos láser generados por una máquina de aspecto entre futurista y anticuado. Solo requerían una gota de fluido anestésico. El paciente no sentía dolor, solo percibía unos colores brillantes y psicodélicos que parecían provenir de un caleidoscopio.
Hacía una semana que le habían realizado en la lente del ojo izquierdo la operación de limpieza que le efectuaban cada dos o tres años en ambas, con un intervalo de pocos días, con resultados que nunca dejaban de sorprenderla. Eliminada la finísima película de suciedad del ojo depositada en ella con el tiempo, así como unos nodulillos de poca importancia que se le formaban, Lucía veía el mundo, por el lado limpio, con una nitidez casi dolorosa. Cuando la intervención en el ojo derecho terminara esa misma tarde, sería como volver a nacer.
La enfermera acompañó a ambas a una sala de espera vacía donde nunca habían estado. En ella reinaba el estilo general de la clínica, moderno, radiante de limpieza, con los muros pintados de blanco y molduras gris perla y unos silloncitos de buen diseño muy modernos.
Llamó poderosamente la atención de Clara, la hermana acompañante, una vitrina vertical colgada en una de ellas como un cuadro justo enfrente de los silloncitos donde estaban sentadas. Era una exposición de gafas reales antiguas o, por mejor decir, viejas, de diseño rancio, cuyas lentes presentaban manchas nebulosas o rayaduras que surcaban el cristal como sutiles telarañas. Las monturas metálicas estaban herrumbrosas, aunque había un par de ellas confeccionadas con oro, a las que la peculiar oxidación del metal noble —oro viejo— había dotado de iridiscencias como las del plumaje de los pavorreales. Algunas eran de concha de tortuga, de una época en el que usar este material para adornos y joyas no estaba prohibido.
A Clara aquella instalación la sobresaltó. Le pareció procedente de un campo de concentración nazi o traída del museo de Auschwitz o de Mauthausen, como había visto en documentales. No se lo dijo a Lucía, que estaba algo nerviosa y poco dispuesta a evocaciones macabras, aunque fueran, como aquellas, tan solo colecciones de arqueología científica, referentes a viejas tecnologías y no al exterminio de sus portadores. Quizá el pulcro y elegante diseñador de interiores que decoró la clínica había tratado de poner una nota surrealista en aquel muro impoluto para animar su desnudez. O tal vez se tratara de una simple ocurrencia —que resultaba en realidad siniestra— del mismo Dr. Hoffmann, gran aficionado a los misterios de la visión como su homólogo Ernst Theodor Amadeus, el gran autor de El hombre de la arena, cuento de horror que tantos ojos y lentes contiene.
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Ilustración: fotografía de Optometrista, creación tridimensional de David Disoluto.