Un par de circasianos auténticos: hembra y macho.
El talentoso empresario y político norteamericano P. T. Barnum (1810-1891) fue padre del circo moderno, al que llamó “el mayor espectáculo del mundo”. Los primeros freaks o seres anómalos que exhibió eran en su mayoría falsos, siguiendo una tradición universal de los gabinetes de curiosidades. Entre ellos se cita siempre a la sirena de Fiji, que era un mono disecado cosido a un pez, o a la nodriza de George Washington, de 161 años, representada por una anciana esclava, ciega y paralítica, que no tenía más de ochenta cuando murió un año después de su debut.
Aquellas atracciones encantaron durante años a un público variopinto y semianalfabeto, que se agolpaba en Manhattan ante las taquillas de una galería de atracciones llamada American Museum. Como era frecuente en la época, este edificio sufrió varios incendios, en los que ardieron tigres y leones, y en el que resultó hervido vivo el primer delfín blanco criado en cautividad. Harto de estos desdichados accidentes, en los que perecían sus preciadas colecciones, Barnum fundó el primer circo nómada, aprovechando el auge del ferrocarril y utilizando hasta ochenta vagones para desplazarse con toda la compañía de atracciones, técnicos y demás personal.
Fueron insignes freaks auténticos de su espectáculo los famosos siameses Chang y Eng, la elegante madame Clofulia, publicitada como “Dama barbuda de Ginebra”; el general enano Tom Thumb… ¡Y las increíbles bellezas circasianas del Cáucaso, anunciadas como “las mujeres más hermosas del mundo!”¿No merecía la pena gastarse unos centavos para ver, aunque fuera una vez en la vida, a estos exóticos y preciosos monstruos? La belleza extrema de las circasianas, bien lo sabía Barnum con su intuición genial y algo populista, era una maravilla de la que todo el mundo tenía derecho a disfrutar.
Pero ¡oh, tramposos dioses de la farándula!, en realidad, las circasianas de Barnum eran chicas irlandesas alquiladas a sus padres en los barrios bajos de Nueva York, peinadas con cerveza y bigudíes en un extravagante peinado conocido como “pelo de musgo”, más parecido a los gorros de astracán de los soldados que al tocado tradicional femenino de aquel pueblo lejano. El empresario engañaba sin escrúpulos a su público. Se las daba de filántropo, pero era amante de hacer dinero a toda costa, como él mismo proclamaba.
¿Existieron las famosas circasianas, las mujeres más bellas de la tierra? La leyenda las situaba como etnia minoritaria de origen celta al noreste del Cáucaso. Hasta hubo antropólogos en el siglo XVIII y XIX, como Johann Friedrich Blumenbach (1752-1940), que pensaron que los habitantes de Circasia o Cherquesia eran los más perfectos ejemplares de la raza blanca o caucásica, y quizá los primeros seres humanos blancos. No faltó incluso quien los tuvo por los primeros hombres creados por Dios a su imagen y semejanza y, por lo tanto, bellos de toda belleza concebible.
Los circasianos habrían tenido que vérselas con los rusos y los otomanos entre otros. Se describía a sus mujeres como bien formadas, esbeltas, de rostro ovalado, elegante porte y sobre todo de piel blanquísima y traslúcida, y ojos claros. Como prototipos de belleza (ellas) y de valentía gallarda (ellos), en la Edad Media se consideraron en el imaginario popular europeo y otomano como gente mítica, equiparables a los cinocéfalos o los elfos de luz. Al parecer, Lorenzo el Magnífico, el gran neoplatónico amante de lo bello y lo bueno, tuvo una concubina circasiana que le dio un hermoso hijo bastardo. Las esclavas de este origen fueron muy apreciadas en los harenes otomanos por su exótica belleza rubia y, según Voltaire, por su habilidad en el aprendizaje de las artes eróticas y la danza. Algunas llegaron a ser sultanas, como Nazikeda Kadín, esposa de Abdul Hamid II o Sa Sehsuvar Hanim, mujer legítima del último sultán otomano Abdul Mejib II, como en un relato de las Mil y Una Noches.
Su belleza se mitificó en el arte y la literatura orientalista. En el romanticismo inglés y germánico, que no apreciaba como fetiche los ojos claros, se las describe como blanquísimas y voluptuosas, pero con ojos y cabellos negros como el azabache. Se dice que en los harenes africanos del sultanato de Zanzíbar sus competidoras de piel oscura las llamaban “gatas de ojos azules” y envidiaban su porte aristocrático y su cabello dorado. En el siglo XVIII, el literato y militar español José Cadalso escribió una obra teatral, Solaya o los circasianos, de aventuras medievales situadas en Circasia. Y se habla de las bellas circasianas en la novela de León Tolstói Guerra y Paz: “Comenzó a leer casi sin poder contener la risa que a él mismo avergonzaba, pero que no podía evitar: “Las circasianas son famosas por su belleza y son dignas de su fama por su sorprendente blancura…” (capítulo XVII).
La edad de oro del circasianismo va de 1770 a 1870, justo cuando Barnum exhibió a sus estrafalarias bellezas. Entre las damas europeas y americanas se puso de moda el corsé circasiano, que realzaba los pechos, así como la perfumería y el maquillaje del mismo nombre como reclamo publicitario. En la actualidad las “mises” circasianas, cuyas fotografías es fácil encontrar en Internet, no se parecen ni mucho ni poco a los fantoches exhibidos por Barnum, y no cabe duda de que Circasia existe, no es una invención como Ruritania y Carpatia u otras fantasías hollywoodienses de esos mundos de la Europa oriental, aunque pueda parecerlo.