Británico de nacimiento, pero de ascendencia alemana. Su abuelo paterno Ludwig Meinl era músico fijo en la orquesta filarmónica de Berlín, aunque completaba sus ingresos actuando los fines de semana en antros de mala muerte, atestados de humo y borrachuzos, donde tocaba la batería junto a un modesto grupo de jazz.
Ludwig tuvo dos hijos varones. El mayor se fue a vivir a Inglaterra y se casó con una cocinera vasca, Izaskun Leturiaga. De esa unión solo hubo un descendiente, Charles. Con el tiempo, el vástago adoptó también el apellido materno al modo español y le colocó un «de» delante porque molaba mucho y así parecía provenir de clase aristocrática. Los británicos alucinaban pues allí solo se utiliza el apellido paterno.
El caso es que la vida no le trató como él pensaba. Aunque heredó la habilidad del abuelo para darle a los parches con las baquetas, no tuvo la suerte de encontrar un trabajo fijo de acuerdo a sus destrezas. En los bares y garitos que visitó en Londres, buscando una salida musical, acabó empleándose de camarero o directamente, acodado en la barra, bebiéndose los chelines que no ganaba trabajando.
Finalmente terminó con sus huesos en España. Pensó que el país de origen de su madre le brindaría alguna buena oportunidad. Lo cierto es que aquí no le fue tan mal, aunque se tuvo que conformar con impartir clases a nivel particular o en academias de música.
En estas le explotaban en plan negrero: poco sueldo, clientela exigente y horarios disparatados, como pasó en una conocida escuela de música moderna de la zona sur de Madrid —que omito nombrar para evitarme problemas—, donde tuvo que aguantar todas las inconveniencias que tienen los centros privados: chicos engreídos y malcriados que pensaban de sí mismos que eran unos superdotados, musicalmente hablando, algo asumido por sus progenitores y, lo peor de todo, una política de propaganda de la escuela consistente en ofrecer al final de cada curso un miniconcierto a cargo de los propios alumnos, cuyos temas habían sido ensayados hasta la saciedad bajo la supervisión de los sufridos profesores que, como Meinl, habían dedicado un sinfín de horas a tal empresa.
También llegó a ganarse algunos euros como baterista en pequeñas bandas locales de poca monta que actuaban de vez en cuando en tugurios, en bodas o en las fiestas de los pueblos, interpretando canciones facilonas y horteradas de moda a petición del entendido público. Ya le hubiera gustado tocar piezas de rock progresivo, de blues o de jazz fusión, pero el respetable estaba más por Paquito el chocolatero que por King Crimson o Porcupine Tree. Y había que comer.
—Charles, dale al charles. Necesito oírlo para pillar el tempo —le decía Luis, el guitarrista, durante el ensayo previo a la actuación en Villapollinos de Abajo. Y obediente él marcaba con profesionalidad suma el ritmo de la canción de Georgie Dann:
Mami, el negro está rabioso
quiere pelear conmigo.
Decírselo a mi papa.
Mami, yo me acuesto tranquila,
me tapo la cabeza
y el negro me destapa.
Mami, ¿qué será lo que quiere el negro?
Mami, ¿qué será lo que quiere el negro?