Un día, ya no recuerdo cuándo, conocí a Celina. ¿Y qué tiene Celina que no tenga cualquiera? Váyase a saber. Pero cautiva.
No es arrogante, aunque es letrada e inteligente. Conversadora fiel, sabe escuchar y por eso la gente la aprecia.
Es alta y a pesar de ello luce en sus pies zapatos altos, pero no son de tacón de aguja. Hoy en día se fabrica de todo, para todos los gustos. Tacón de aguja no le encajaría.
Celina es joven. Muestra una sonrisa prudente. ¡Ah! Y siempre tiene frío. Tú te asas de calor y ella se tapa con la chaqueta que incluso llega a abrocharse.
Nunca llega a saberse si su vestuario es de tonos claros o prefiere los negros, los oscuros.
De cabellera lacia, nunca la lleva suelta, más bien se la arregla en un recogido informal; como si no quisiera, se ata el pelo en un gesto natural, sin estudio premeditado alguno.
De andares absolutamente de mujer, pero sin mecedura alguna, se desplaza por el pasillo estrecho que conduce a su despacho.
Su despacho está situado en el ensanche. Allí trabaja. No creáis que es un edificio antiguo; no, ella no se anda con remilgos de antaño. Vive con los tiempos.
De modales serios, pero desenfadados, igual suelta un reto que una carcajada. Al tiempo, sus ojos corroboran las palabras que emite y, a veces, guardan silencio.
Ama profundamente a los caballos, y por eso me la imagino cabalgando en un campo inglés cercano a Cambridge. Praderas verdes que llena con esa silueta suya que todo lo contempla.
Aunque os esforzarais, no atinaríais en acertar su edad; joven sí, pero ¿cuántos? Mmm … No sé ¿Pareja? Sí ¿Hijos? De momento, no. ¿Los tendrá? Quién sabe.
Se la conoce elegante, educada, inteligente… pero, en realidad, ¿muestra cómo es? No del todo. Al fin y al cabo, como todo el mundo.
Celina, un nombre poco habitual para una mujer, poco habitual. ¿Será que el hábito sí hace al monje?