Camas

Los lunes, día del espectador



Cuando yo era pequeña a menudo expresaba una precoz voracidad cinéfila, pidiendo a mis padres con insistencia y a horas intempestivas que me llevaran al cine. “Esta noche iremos”, decían. Yo, entusiasmada, preguntaba: “¿Sí?”. “Sí, al cine de las sábanas blancas”, respondía mi madre refiriéndose a la cama. Frustrante respuesta y jarro de agua fría; no el único, porque los padres no conocen a los niños tanto como creen y los torturan quizá sin querer. Los niños, por su parte, ignoran que en las camas uno contempla las mejores y peores películas de su vida, efectivamente, entre las sábanas blancas.

El cine como institución está lleno de anécdotas cameras y delirios puritanos en relación con el lecho matrimonial. El más conspicuo es el relativo al Código Hays, un conjunto de normas de autocensura de las productoras de Hollywood, vigente desde 1934 hasta los años sesenta. Este recomendaba que en las películas los matrimonios durmieran en camas separadas o, en cualquier caso, que no se viera a los dos cónyuges juntos en el mismo lecho. No es, pues, de extrañar que las escenas de cama fueran posteriores a los años cincuenta, a veces torpes o turbadoramente trasgresoras, o bien incrustadas en un tejido de elipsis que las volvía tan inofensivas como sus antecesoras, cuando el sexo estaba ubicado en un off que podía con todo, pues habitaba en la cabeza del perspicaz espectador.

Al ser el de Hollywood un cine de género, también lo son sus camas. Así, hay camas de alta comedia, de melodrama rico y pobre, de peplum, de terror, fantásticas, espaciales, de thriller, historicistas…, todas ellas generalmente deshabitadas o al menos no deshechas y sin apenas huellas de paso.

La cama es un barco para cruzar las aguas de la noche. A veces no solo lo es, sino que lo parece, con algo de coqueta falúa rococó de las fiestas reales, envuelta en música y fuegos de artificio. La cama barco más suntuosa y feérica data de 1946. Es la de Bella (Josette Day) en La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, Jean Cocteau, 1946). Dorada, de proa curva rematada por una poderosa cabeza de carnero que mira hacia el durmiente, rodeada de tules y telas preciosas, sus sábanas y cobertores se apartan solos para dejar entrar a su ocupante. Esta animación de lo inorgánico es característica de todo el palacio de la Bestia (Jean Marais): también se mueven por sí solos los brazos humanos que sostienen los candelabros en los corredores y estancias saliendo de los muros, y los que escancian el vino en la mesa. Estos mágicos detalles, en principio siniestros, han devenido ornamentales en el castillo del inconsciente.

Arrastrando simbolismos barrocos y anteriores, la cama es un trono, un lugar semipúblico donde la corte contempla la vida del príncipe, que nunca es íntima, aunque no pueda dejar de ser personal, ya que se trata de su cuerpo. Dice el filósofo surrealista y maestro del humor extravagante Ramón Gómez de la Serna que “no hay medio de distinguir la cama de la persona, y porque la cama está muerta se pega la muerte al que duerme en ella. Si las camas no estuviesen muertas, no habría muerte”. Para un punto de vista marxista, véase Groucho Marx, Camas, (1930). La cama occidental es el mueble fantástico, rey del mobiliario y barca que nos acostumbra a viajar por las tinieblas antes de que nos lleve la de Osiris. Símbolo de nacimiento, amor y muerte, de sueño y de pesadilla, de enfermedad y de descanso, es la pieza más cargada de vitalidad, como lo está de muerte la caja de pocas sorpresas: el ataúd. “Se la llevó a la cama”, “murió en su cama”. Un tercio de nuestra vida transcurre entre las sábanas.

Y aún así. “Cómo pesa esta sábana, dijo empujando la losa de su sepulcro”, escribió Gómez de la Serna. Yacer dormitando en la cama por tiempo indefinido parece un sustituto muy confortable de la muerte, si no se queda en simple y pasiva pereza o apatía extrema, llamada “síndrome de Oblómov” por el protagonista de la novela homónima de Ivan Goncharov (1859). Oblómov es la historia de un joven que va de la cama al sofá desorientado y sin fuerzas para vivir. Fue llevada al cine en la Unión Soviética por Nikita Mikhalkov en 1981. Los enfermos hipermelancólicos que padecen esta parálisis física y mental se pegan casi literalmente a su cama, pues su vocación es hacerse uno con ella para siempre.

Contra lo que siente Oblómov y todos nosotros por las mañanas cuando suena el despertador, parece ser que guardar cama eternamente es poco satisfactorio, aunque uno esté bien cuidado por enfermeras expertas y cordiales. El avatar más terrorífico de la fantasía artística sobre la eutanasia es el de Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, Dalton Trumbo, 1971), donde la camilla se convierte en una siniestra bandeja que contiene el pedazo de carne viva, pero inerte, habitado por el alma del joven soldado y expropiado de todos sus miembros menos de su virilidad y de los colores de su memoria.

Hay ejemplos de camas que no solo salen de la casa, sino que navegan por el cielo, como la de Dream of a Rarebit Fiend (Wallace McCutcheon, Edwin S. Porter, 1906), en las pesadillas del protagonista (Jack Brawn) tras una comilona que le impide conciliar un sueño tranquilo. La cama primero baila sola en la alcoba por un truco sencillo de animación fotograma a fotograma con maquetas, luego sube al cielo con su ocupante y navega sobre los tejados de la ciudad. Finalmente, el falso sonámbulo cae sobre el tejado, lo traspasa y se desploma sobre el lecho, que no parece haberse movido del sitio, porque todo ha sido un sueño. Es curiosa en esta obrita de siete minutos la representación del soñador y lo soñado en el mismo plano, así como el papel de la cama como vehículo que arrastra y conduce a su ocupante por el mundo de los sueños.


Imagen: fotograma de la película La bella y la bestia (Jean Cocteau, 1946).



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