Cuando me levanté de la cama era esa hora en la que la ciudad empieza a rechinar, a moverse lentamente. Llegué hasta la cocina aún con el último sueño escondiéndose en mi inconsciente. La boca me sabía a hierro oxidado. Preparé un café, me quedé mirando fijamente la cafetera italiana hasta que empezó a borbotear y aquel aroma negro y fuerte despejó mi mente. Encendí un cigarrillo mientras llenaba una taza grande y un humo gris envolvió mis pensamientos. Dejé que el cigarrillo se consumiera entre mis dedos sentado con la taza en la mano, mirando esa primera luz entrando por la ventana y creando rayos brillantes de polvo que se clavaban en la alfombra. Tenía que tomar una decisión. Aquello iba a ser un sufrimiento cruel, es cierto que el corazón tiene razones que la razón no comprende, y también lo es que la razón tiene sentimientos que el corazón no entiende. Hemos creado un entramado de emociones más allá de las necesarias, y de esa tela de araña no escapa nadie. Cuando la brasa me quemó los dedos volví a la realidad y escribí aquella frase que tanto tiempo había retrasado, intentando que el tiempo se parara en aquel día en el que dijimos que aquello era para siempre. Los dedos me temblaban al tocar las teclas y tardé cinco minutos en construir dos frases «Amor, sé que esto es lo mejor para los dos. Tengo que empezar a vivir mi vida sin ti”. Miré el texto y cada letra lloraba tinta negra en la pantalla del ordenador.
Fotografía de Martin Stranka