Bernardo

Retales

 

Justo en ese trozo anterior a la puerta, a pie de calle, un asador de pollos fenomenal suelta el calor hacia el exterior. Y el olor del asado invade un buen trecho de calle.

El establecimiento se abre en un pasillo rectangular y estrecho flanqueado por una barra corrida. Y al fondo, a la vera de la caja registradora, en el antepecho que da a la cocina, Bernardo se sienta en la loma de un taburete alto que más parece la grupa de un caballo.

En la calle, alto por encima de la entrada, más alto que el dintel, luce una bola deforme, semejante a una cabeza de gallo con un cartel en mayúsculas “EL GALLO KIRICO”, fijada a la pared mediante una barra de hierro, en la que se adivina la herrumbre de esa humedad marina de las ciudades costeras.

Bernardo no es guapo ni mucho menos, ni atractivo, diría. Pero eso sí, dicharachero o, mejor, sonriente; es difícil colocarle un adjetivo a un cubano. Entrado en carnes: los años no perdonan, ni el trabajo sedentario tampoco. Hombre de traje, incluso a diario, y camisa ligera. En invierno se coloca un jersey de cuello de pico, un pullover creo que los llaman. Le gustan de colores o jaspeados. Hay quien dice que se los teje su mujer.

Atendiendo a su cara no se sabe si es redonda u ovalada, y es que sus mejillas resultan mofletudas. Bajo las cejas pobladas, unos ojos algo saltones pero muy risueños, esas miradas que ríen. Dicen que si los ojos ríen, la sonrisa es sincera.

Bernardo rige el negocio.

Comparte trabajo con su cuñado, mayor que él, cubano también, pelo cano y mirada triste. Su cuñado, de mañanas. Tarde y noche, solo él; Bernardo, queda al cargo.

La cocina no para; sirven a cualquier hora. La oferta es muy básica: cuarto de pollo con patatas, bistec a caballo, bistec a caballo cojo, y cuatro cosas más. La patatas nunca faltan y los huevos fritos si los piden. A caballo, dicen, o a caballo cojo, dependiendo de si lleva dos o uno el plato.

Bernardo recoge las papeletas que le entregan los camareros, las cuelga de un corcho en la pared que queda a su derecha y grita a cocina: bistec a caballo, cuarto de pollo con patatas, que sea pata… ¡Oído cocina!, suelta alguien.

Si cerca de la caja, a su vera, se sienta alguien conocido, un habitual que le cae bien, departe con él mientras ese come.

Los camareros le piden la cuenta y él lleva la caja. Es capaz de hablar, cobrar y pasar pedido a cocina, todo a la vez. Su voz atruena en el local y lo llena de buena estrella con su tono dicharachero. Y no pierde el hilo de la conversación.

Le gustan tanto las mujeres que se las come con los ojos, aunque no resulta ofensivo. Quizá ellas tampoco son un dechado de virtudes; en ese barrio corren más camareras y cabareteras que señoras de  su casa. No se sabe si ellas le hacen caso; de hecho, se podría asegurar que más de una lo ha aliviado alguna vez; y él, a ellas.

Estuvo en la guerra de Cuba al lado de Fidel, en Sierra Maestra y, si se le pregunta por qué se vino para acá, te cuenta que Fidel le decepcionó. No le hables de dictadura porque dice que de eso él sabe también mucho. Y no suelta prenda. Y aunque se había jugado la vida por la Revolución, cuando tuvo ocasión se vino para España. Según él huyendo, huyendo.

Entonces sí, se pone serio. Añade que pronto se irá, en cuanto pueda montar con su cuñado un negocio como este en Miami. Según él,  allí vivirá mejor con su mujer, Marita.

¿Tiene hijos? Vaya usted a saber.

 


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