No hay parto sin dolor ni recluta sin transistor

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine


Creo que la frase era esta. Quizás el momento en que más pude experimentar su verdad fue en el campamento de Hoyo de Manzanares, a donde habíamos ido desde Fuencarral para hacer unas prácticas de tiro. No es que uno fuera un belicista, ni siquiera un cazador. Es que en mi juventud te obligaban a ir a la mili y estaba yo en la Academia de Artillería haciendo el segundo periodo de lo que llamaban la IMEC, un recorrido de “instrucción militar” reservado para universitarios.

Hoyo de Manzanares está situado en una sierra cercana a la del Guadarrama, al norte de Madrid. Debido a esa estancia (¿o fueron dos?) por ahí se me quedó grabado a fuego su nombre. También existen razones cinematográficas para ello. Por esa época se rodaron varias películas en un caserón de su término municipal y en una de ellas —Ana y los lobos, de Carlos Saura (1973)— Geraldine Chaplin era una jovencita que recibía el acoso de tres estrafalarios personajes ya bastante talludos —José María Prada, José Vivó y Fernando Fernán Gómez—, hijos de la no más cuerda Rafaela Aparicio, convertida, en esa misma casa, en protagonista de la posterior Mamá cumple 100 años (1979).

Desde el campamento no se vislumbraba la casa, que no debía estar lejos. Durante la hora de “paseo” tuve oportunidad de cruzar la carretera y descubrir un sitio donde hacían unas tortillas, embutidas en unas barras de pan enormes, que sabían a la plancha en la que estaban hechas, pero que por lo menos quitaban el hambre; y, lo más emocionante: pude asistir a una sesión en el espectacular cine en el que, unos visionarios del nicho de negocio —que dirían años después los del márquetin— que representaba una numerosa tropa concentrada y aislada, habían convertido un enorme cobertizo, acondicionándolo solo mediante unas hileras de sillas de madera, sin pavimento alguno, solo la tierra de la ladera, que se alfombraba cada tarde con unos centímetros de cáscaras de cacahuetes, de pipas y de otros materiales en general —pero no siempre— inertes, mientras rugidos mil salidos de aquí y de allí apenas dejaban oír los diálogos de la destrozada película proyectada.

Estas eran actividades fuera de lo reglamentado, pero de entre las otras también guardo memoria de una experiencia impresionante, que aún me emociona. Una noche me tocó hacer una guardia. Unos cuantos agraciados estuvimos durmiendo acurrucados, acumulados dentro de una tienda, en un alto, en el exterior del entorno edificado, vestidos con todo el uniforme y sus complementos, intentando atajar un frío atroz, que nos iba invadiendo sigilosamente. 

Me tocó la última guardia, antes del toque de diana. No me despertaron no del sueño, porque ahí, con ese frío, era imposible dormir, sino de ese estado de duermevela propio de las circunstancias. Era noche cerrada. Recogí el cetme y, siguiendo los consejos del reemplazo anterior, me instalé en el puesto de guardia —otro eufemismo: ni garita ni nada, solo una roca que sobresalía, como plataforma en voladizo— con un par de mantas sobre los hombros, cubriendo la trinchera que culminaba el uniforme. Buena gente, el que salía de la guardia anterior me prestó también su diminuto transistor, que pasé a acoplarme al oído, debajo del pasamontañas, mientras miraba al horizonte, envuelto en el silencio de la noche.

La escena es fácil de imaginar, porque encierra muy pocos elementos: una figura acarreando un arma para cumplir el expediente (en ese momento aún poseían la sensatez de decir a los que hacían guardia que no se les ocurriera poner balas en la recámara, no fuera a ser que se causara algún daño a alguien) acoplándose el pequeño transistor al oído, envuelto todo su cuerpo, cabeza incluida, con todo abrigo posible; arriba y enfrente de la minúscula figura, un amplísimo cielo totalmente negro y el horizonte solo roto por unas lejanas luces, que debían corresponder a la ciudad de Madrid. Mientras nuestro recluta oía por el transistor las lastimeras lamentaciones radiofónicas de algunos solitarios rondando la madrugada o alguna musiquilla, podía pensar, melancólico, en las múltiples actividades, a él vedadas, que debían tener lugar en la gran ciudad. Poco a poco, las luces artificiales de Madrid, allí al fondo, se iban viendo acompañadas de las luces que anunciaban un nuevo amanecer. No sé si porque se desarrolló al máximo ese sentimiento de auto-conmiseración por encontrarme ahí preso de las circunstancias, pero el instante me pareció precioso. 

Pues bien: volví a recordar ese momento viendo el trozo intermedio de Foxtrot (Samuel Maoz, 2017), una película israelí que habla no solo de la absurdidad de este tipo de hazañas bélicas, sino que previene, de una forma que creo eficaz, de los males que pueden acarrear.

En la película, unos jóvenes soldados están destinados en una barrera de control en una carretera que se pierde en el infinito. Allí, en una escena, el casi protagonista se marca un baile con su fusil ametrallador, mostrando la facilidad de los pasos de un foxtrot que suena, atronador, en la banda sonora. Una inspiración no tan emotiva como el pasodoble Suspiros de España que sonaba mientras un miliciano, tarareándolo, se ponía a bailar con su máuser en Soldados de Salamina (David Trueba, 2003), pero que aportaba simpatía y empatía con el personaje.

Ese y los otros soldados pasan su tiempo libre en el interior de un contenedor que se va hundiendo en el fango, por lo que no pueden ver a lo lejos una ciudad despertándose, pero cuando están junto a la barrera levadiza, tentando al absurdo, llegan a ver pasar por ahí, soñadores, hasta a un majestuoso dromedario. Quizás sea su destino, que acude a saludarlos. 

Me pregunto si tuve yo también, en Hoyo de Manzanares, un aviso del destino como ese. Una mañana, esparcidos por el monte, cansados después de unos ejercicios que no recuerdo, dieron la orden de subir a las cajas de los camiones, porque regresábamos al campamento, donde nos esperaba el rancho. Los camiones estaban dispuestos en hilera, uno tras otro, en el camino de tierra, en medio de una bajada pronunciada. Visto y no visto, reconocí a unos cuantos soldados que se apretujaban para auparse a la parte trasera de su camión y, poco después, pude ver cómo el camión posterior, quizás con sus frenos mal activados, impactaba con el de delante de manera brusca, tras lo que se oyeron unos gritos de dolor que dejaban presagiar lo peor. Recuerdo haber corrido los diez pasos que me separaban del lugar con la respiración entrecortada, pensando que lo inevitable había sucedido.

Todo me lo había montado en mi mente. En la caja del camión unos carcajeantes reclutas no entendían la cara de pavor y la angustia con la que les pregunté, al no ver ningún cuerpo aprisionado entre los hierros, si estaban todos bien. Luego supe que con mi experiencia únicamente me había adelantado en el tiempo. 

Porque, un año después, el sábado 27 de septiembre de 1975, me desperté con la confirmación de la noticia de que habían fusilado a los cinco últimos condenados a muerte durante el franquismo. A tres de ellos los asesinaron (voluntarios de la guardia civil y la policía nacional, que algunos testigos vieron bajar borrachos del autocar que los traía para la operación) en Hoyo de Manzanares. Volví a revivir de forma inmediata el paisaje y los angustiosos gritos.