Había trabajado duro para encontrar la bendita y esponjosa miga de la magdalena. La de Proust no me servía. Yo quería una magdalena propia, una magdalena escrita por mí, que, nacida de la fiebre de un flechazo lascivo, pudiera lamer perdurablemente el resto de mis días. El deleite de releer —mil veces— las precisas puntadas de Proust, me había cobijado durante demasiado tiempo. Necesitaba abandonar ese refugio y salir al mundo a proyectar mis propias imágenes. Pero a pesar de mis esfuerzos, los continuos rechazos de las editoriales me habían dejado, en la boca, el sabor amargo de un mal té recalentado, y, en mi cuenta corriente, unas enjutas migajas. Sombras y más sombras.
La voz de mi amante susurrándome al oído que nadie escribía como yo fue el disparo de salida hacia el estado lamentable en que ahora me encontraba. Sus palabras me convencieron de que había llegado el momento de tomar una decisión valiente y me lanzaron, hecho un Tarzán, a la selva del mundo literario, a tiempo completo. Así que, abrigado con unos paupérrimos ahorros a modo de taparrabos y aporreándome el pecho para infundirme valor, mandé a hacer puñetas mi trabajo gris y tranquilo, gracias al cual mis días tristes y seguros se habían ido reproduciendo sin descanso, como las cucarachas.
Me sentía deprimido, enfermo… Mi amante, lectora profesional, había perdido su influencia en la editorial para la que trabajaba después de recomendar mi obra, y me había abandonado, culpándome de todo. Mis familiares y amigos ya no cuchicheaban a mis espaldas sobre mi mala suerte sino que, henchidos de regocijo, brindaban con cualquier excusa por “ese pretencioso que qué se habrá creído”. Las musas se habían empeñado en mostrarme solamente el papel de las magdalenas y no su miga, y ¿qué decir de mi taparrabos, esa prenda que te deja con el culo al aire?
Obcecado por engañarme a mí mismo me dije que la situación no podía ir a peor y una tarde cualquiera de verano dejé entrar al diablo en casa. Se presentó sin avisar, como si pagáramos el alquiler a medias. Abrió la puerta enérgicamente y me anunció la buena nueva: «¡Tu suerte ha cambiado!», y la cerró tras de sí, dando un sonoro portazo.
Naturalmente, le ofrecí una cerveza. También unos barbitúricos, que aceptó sin remilgos. Le propuse que se quitara la gabardina (la traía empapada) y se secara. Afuera, en el mundo, diluviaba. A través de las láminas de las persianas, que no dejaban pasar la luz, se colaba una brisa impregnada de olor a tierra y a lavanda. Un olor que arrancaba del jardín de la vecina: un simple cuadrilátero que ella había trabajado tenazmente, hasta transformarlo en un pequeño paraíso floral. Ahora, al hilo de aquella fragancia, se me hilvanaban decenas de imágenes de la mujer trabajando en sus macetas, leyendo reposadamente con un lápiz entre los dedos o ensimismada mientras escribía. ¿Qué escribiría? El diablo aspiró todo aquel aroma para él sólo, dejando la habitación oscura e insípida. ¡No, gracias! —resolvió, al fin, palpándose con gusto la gabardina mojada—. ¡Nada como estar fresquito!
Inmediatamente el diablo me ofreció la oportunidad de acallar mi angustia, de resarcirme. Clavaría en sus sillas de chupatintas a todos los que hicieron leña de mi fracaso. Me lo prometió. Descorrió, con su pezuña negra, los visillos de un porvenir que yo anhelaba más que nada en éste mundo. Me ofreció un mañana pletórico, donde los contratos editoriales se sucederían, las críticas, ensalzando mi obra, colapsarían los medios y las colas de lectores serían interminables. Vislumbré cientos, miles de pechos constriñendo una encuadernación con mi foto. El diablo tomó asiento y cruzó las piernas, que escurrieron un charco de lluvia, y, sin más, me sirvió el éxito en bandeja.
Aún estaba húmeda la tinta de mi firma cuando reparé en ello: me lo había prometido todo. Todo, menos el don.
—¡Pero si yo estoy dispuesto a entregarte mi alma obviando la letra pequeña! —protesté sin entender las reglas de un juego tan poco corriente.
—El don no se compra —me dijo—. No se vende. No se encarga como un traje a medida. Ningún sastre puede medirte el contorno y asegurar cuánto genio te cabe en el pecho -y me convenció. Para nada quería el diablo mi alma. Tan vacía estaba del don.
—Pero, ¿qué escribiré, entonces? ¿Cómo conseguiré resarcir mi vanidad? ¿Qué pago quieres a cambio?
—Todo se andará —dijo y, tal como vino, se marchó dando un portazo y con mis barbitúricos en el bolsillo de la gabardina.
Cuando bajé las escaleras, la vecina entreabrió su puerta. Sostenía un ramito recién cortado de lavanda húmeda. Había dejado de llover. Las flores derramaban entre sus pies la lluvia que aún les sobraba. Me rogó, con la cadena de la puerta cruzándole su carita de ratón asustado, que no diera más portazos. Reparé en una pequeña libreta que asomaba en el bolsillo de su bata. Sus tapas verdes se me antojaron caprichosamente crujientes, como las manzanas ácidas que un árbol demasiado cargado de frutas dejara caer en mi triste jardín. La mujer se colocó las gafas sobre la cabeza, emboscándolas entre el pelo, mientras insistía en sus súplicas. Debía trabajar, escribir, entregar… musitaba entrecerrando los ojos, presionando con el dedo corazón un punto entre las cejas y recogiéndose un hilito de voz en el cuenco que formaba la palma de su mano. No se sentía nada bien.
Yo, en cambio, me encontraba estupendamente, así que me fui al bar a celebrar mi inminente cambio de perspectivas. Necesitaba recobrar el placer olvidado de tomarme unas cervezas y de conversar con alguien. Y ya, con los ojos rezumando alcohol, me vi a mí mismo, intrépido y temerario como un gato.
Mi flamante instinto felino se percató de un olor que no había dejado de acompañarme desde la visita del diablo. A pesar del humo de la calle, del tabaco, de la cerveza y del vicio, cualquier cosa olía a lavanda. Quizá el olor a azufre hubiera sido más apropiado pero aquella no era una situación normal. Definitivamente el olor de las campiñas de Marsella viajaba de polizón en mis narices, y se volvió conmigo a casa. Subió a mi ritmo las escaleras, se apoyó conmigo en la baranda del descansillo y nos percatamos juntos, los tres, mis narices, mi instinto felino y yo, de que la puerta de la vecina solo estaba entornada. Me quedé paralizado. Aspiré un sorbo de aire que salió de mi garganta en forma de latigazo sonoro y contuve el aliento. Un buen vecino ajustaría esa puerta, me dije. Se marcharía a su casa tranquilo, sabiendo que ha dejado a la pobre mujer a salvo de posibles intrusos. Aunque mejor sería avisarla —quise convencerme—, preguntarle, incluso, si aún se sentía indispuesta. Quién sabe si el dolor de cabeza había empeorado. Podría hablar con ella, mostrar interés, saber si había podido terminar su trabajo. De repente me sentí inquieto. ¿Qué tipo de cosas escribiría aquella mujer? ¿Estaría el cuaderno aún en su bolsillo? Un pellizco en el estómago me llevó a curiosear por la ranura. Tal vez debería abrir la puerta, sin más, y comprobar si necesitaba ayuda. Sí, un buen vecino también haría eso. Pero no fui yo quien tomó la iniciativa, fue el gato que ahora vivía en mi interior quien, empujando, metió las garras y desabrochó la cadena. Fueron mis narices quienes me condujeron a su cuarto. Yo, solo dirigí la operación endiabladamente bien.
Con sigilo cazador, entramos todos en la habitación. Sobre la cama, el cuerpo indecoroso de una mujer que no espera visitas. A sus pies, unos cojines grandes que hacían juego con las cortinas. Sobre la mesilla, unas cajas de ibuprofeno, un vasito de agua a medio beber y la libreta de tapas verde manzana, suavemente humedecida por el llanto premonitorio de un ramito de lavanda. Permanecí unos segundos inmóvil, prendado como de un escote que no se puede dejar de mirar, mientras los subterfugios se desvanecían. Deseaba el manuscrito avariciosamente y ahora estaba al alcance de mis manos. Mis narices sonrieron, el gato me susurró: «¿A qué esperas?», y supongo que el diablo soplaría desde algún rincón de aquel mundo alucinado para que yo cogiera un cojín con mis zarpas, lo pusiera sobre la cara de mi vecina y abalanzara todo el peso de mis miserias sobre ella.
Salí de allí de puntillas, con un crimen sobre mis espaldas y con el manuscrito de la muerta apretado contra el pecho. Imprudentemente, y sin saber por qué, me fui dando un portazo.
En cuanto abrí la libreta sucumbí a la sensual coreografía del trazo. A la musicalidad de las palabras. Las frases sostenían, implacablemente, las contorsiones impecables del argumento. Y sin consuelo posible, lloré.
Doliente, fui copiando aquella historia hipnótica. Aporreé mi teclado y la claveteé para siempre en mi destino. Me mantuve febril e insomne hasta que hube terminado.
Desde luego, aquella era la mejor novela que mis dedos, faltos del don, habían escrito. A medida que iba pasando las hojas de la libreta, mis yemas, mis manos, mi piel toda, se impregnaban de aquel olor de lavanda que ya me no me abandonaría hasta que cada una y todas las palabras robadas acabaran de tomar forma en las páginas de mi pantalla.
En cuanto guardé el archivo en mi ordenador, se abrió la puerta del piso repentinamente, dejando entrar de nuevo al diablo con su gabardina chorreante. Yo estaba casi seguro de que no había llovido en toda la noche. El diablo cogió la libreta con sus pezuñas anhelantes, sepultó sus narices entre el verde ácido de sus tapas y aspiró el olor a lavanda de la libreta cómo si se estuviera recuperando de un ahogo. Mi habitación quedó vacía por completo de fragancias.
—Si querías el libro de mi vecina, ¿por qué no la visitaste a ella? Le pregunté intentando comprender su treta.
—¿Para qué iba a querer, alguien con el don, la visita del diablo? —me dio como toda respuesta.
Entendí que yo había pagado por adelantado mi deuda con el infierno, acarreando en mi conciencia, y de por vida, el asesinato de mi vecina y el robo de su manuscrito. A cambio, él me dejó el porvenir que anhelaba en este mundo, un charco de lluvia en el suelo, un portazo de desprecio al marcharse y el recuerdo hiriente y perpetuo de su voz martilleando en mi memoria las primeras palabras que mi vecina había escrito en su libreta de tapas verde manzana: “Había trabajado duro para encontrar la bendita y esponjosa miga de la magdalena…”