¡Ay de aquel que desee agregar buenos datos médicos al panorama realista e histórico de su novela de griegos o de romanos! Más le valdría tirarse desde la roca Tarpeya, pues en este momento la información con que se cuenta es tan abundante como para que el escritor llegue a la desesperación, tanto por exceso de datos como por ausencia de criterios.
Sé de lo que hablo, amigos. Pues teniendo que echar mano de una figura de galeno para mi novela, o más bien confeccionarla con la requerida solvencia, busqué afanosamente en las viejas bibliotecas a mi alcance. A la sazón me hallaba en Florencia y eché un vistazo al catálogo del Istituto del Rinascimento, que nunca defrauda, busques lo que busques. Y, en efecto, fueron a caer en mis manos varios tomos de diferente pelaje sobre el galeno Erófilo de Antioquía, muerto en el año 200, que me vinieron como anillo al dedo. Vigilada por un guardia de seguridad para que no dañara los libros ni arrancara los preciosos grabados, averigüé mucho sobre él, y me resultó tan interesante que en varios días no pude deshacerme de su figura sapientísima, ni sobre todo de los avatares de su vida como investigador del cuerpo y del alma, valiéndose de soldados, gladiadores y cerdos.
A los tres estamentos, por decirlo así, los había estudiado abundantemente Erófilo, recurriendo las más de las veces a hábiles tretas, pues en algunas partes del Imperio estaba prohibida la disección de cadáveres humanos y, en muchas más, era demasiado caro conseguirlos fraudulentamente. Trabajó mucho Erófilo con puercos, cuya anatomía tanto se parece a la nuestra. Algunos de sus errores sobre el cerebro se debieron a esto, pues el riego sanguíneo de los marranos se rige en la cabeza con ayuda de ciertas telillas y elementos que faltan en las personas, gracias a lo cual solemos pensar con mayor claridad que los compañeros de Ulises cuando estaban en manos de Circe.
De los conocimientos de Erófilo tomé lo necesario para diagnosticar un desmayo amoroso de mi personaje femenino, cuya causa residía en su anima concupiscibilis, con asiento en el hígado, al ponerse sus ojos en contacto con el rayo de la mirada de un varón, que, por ser de origen germano, era azul como hielo de glaciar. Pero no se detuvo aquí mi curiosidad. En la Biblioteca Histórica de la Universidad de Milán encontré una edición barroca del casi secreto De Cupidine Deorum corporis Tractatus, que contenía una Addenda sobre la locura y muerte de Erófilo. No pude llevármelo a casa porque estaba en la reserva, guardado bajo siete llaves, y su custodio portaba una pistola dudosamente reglamentaria, además de la tradicional porra de cuero. Lo leí a ratos tirando de diccionario y saliendo al patio de vez en cuando a fumar para tranquilizarme, pues su lectura estaba produciéndome ansiedad.
Me enteré de algo que haría ponerse de punta los cabellos de la gorgona Medusa. El editor francés, Jean Eugène de la Vallière, advertía en el Preámbulo que Erófilo había escrito el Tractatus tras perder completamente el norte, sorbido su seso por sus temerarias proezas intelectuales y sus deseos blasfemos. Pues dio en pensar el desmejorado sabio que, tras los centenares de hombres, mujeres y cerdos que habían pasado por sus manos, le faltaba examinar un interior fundamental: el de un dios. Se basada para sustentar su quimera en la teoría epicúrea de que los dioses están, como nosotros y los cerdos, compuestos por partículas llamadas átomos y, por lo tanto, debían de tener parecidos órganos internos. Pues, ¿qué? ¿Iban a estar huecos los dioses? No, sino con un relleno más perfecto que el de los hombres. Y eso es lo que se proponía estudiar.
Alguien le dijo, tal vez por chanza o al calor de los caldos de un simposio, que en el mercado de productos exóticos de Pérgamo había una vendedora de Amores.
—No son putas lo que yo necesito—, replicó algo picado.
—Ni yo te hablo de ellas, hombre —repuso el amigo—. No te hablo de un burdel, sino de una maga que vende efigies milagrosas, por dentro y por fuera, del dios Cupido. Siendo cosa de una hechicera llena de poderes, algo habrá de verdad en una noticia tan extraña. Yo, la verdad, no la he comprobado. A lo mejor te serviría para tus trabajos.
Al poco tiempo, encontrándose Erófilo en Pérgamo, recordó lo que le había dicho su compañero de triclinio y, estando ya algo desquiciado por diversos motivos, se encaminó al mercado y preguntó por la bruja, que se llamaba Afrodita. Unos jóvenes se hicieron cargo de él por chanza y le condujeron a un puesto muy lujoso, con mármoles y cortinas de púrpura —todo ello falso, salvo para un físico chiflado—, en cuyo interior se hallaba, entre candelabros que daban misteriosa luz y pebeteros de aromas, la vendedora de Amores. Sacó uno de una jaula dorada, el que más gustó a Erófilo, y se lo entregó en una cesta a cambio de una moneda que lucía como un sol.
—¿Qué come? —preguntó el sabio presa de la desorientación.
—Néctar y ambrosía —dijo la mujer con sonrisa maliciosa—. Pero puedes darle leche y miel.
Cuando llegó a su alojamiento, ató a su díscola adquisición a un banco de madera entre níveos paños y se dispuso a abrir su pecho con un bisturí de bronce, tras lavarse las manos y secarlas en los bucles de su ayudante Erómenos. Pero clavarlo en la blanca carne palpitante y hacer ¡paf!, fue todo uno. La tierna criatura estalló, dejando el aire sembrado de chispas y diminutas estrellas.
—¡Autopsia de un simulacro! —exclamé yo muy animada. El guardia me miró con cara de pocos amigos y al mismo tiempo de ligón, pues los italianos ya se sabe…
—Ha bisogno di qualcosa, signorina? —preguntó algo sobresaltado.
—No, grazie. Ho trovato una notizia interesantissima, e mi sono rallegrata. Mi scusi.
—Posso compartirla? —aquí la cara de ligón se acentuó.
—No.
A Erófilo no le detuvo su mala experiencia con el Eros de Pérgamo. Buscó, consultó a diversos sacerdotes y finalmente emprendió un viaje a Alejandría, porque allí los dioses, aunque tienen cabeza de animal, son muy parecidos a los humanos y los hay que están vivos en el fondo de los templos o en las terrazas de los obeliscos. Pero no fue un dios faraónico el que acabó cayendo en sus manos, sino un bellísimo niño ptolemaico que jugaba con un gran pájaro en un jardín sagrado. El resplandor que rodeaba su cuerpo denotaba su naturaleza divina.
—Eros —pensé sugestionada por el tono del librito que contenía tan bella historia. Pero no era Eros. Bajo el grabado ponía en griego «Harpócrates». ¿Lograría Erófilo hacerse con el dios del silencio, que odiaba a los animales ruidosos como las ocas y los gárrulos ánsares?
Sí, se hizo con él, mas no inmediatamente ni sin ayuda y mil untos y apaños con el personal del templo, esa clase de sacerdotes —en su mayoría extranjeros— de los que un soborno puede conseguir más que el favor de un dios. Durmiole con jugo de amapolas y lo llevó a su posada, donde pidió silencio y discreción absolutos y que nadie le molestara bajo ningún pretexto.
Y llegada hasta aquí en la lectura del secreto opúsculo, me asaltó una terrible duda que atenazó mi garganta. Era esta: siendo los dioses inmortales por naturaleza, ¿qué clase de autopsia iba a hacerles aquel loco y, en concreto, al lindo Harpócrates que ya tenía en su poder? ¿O se proponía realizar una abyecta vivisección del cuerpecillo divino? ¡La vivisección de un dios! En ese momento se oyó un campanilleo y el familiar «Si chiude», tan odiado por los usuarios de la biblioteca, reforzado por el «Dobbiamo uscire» del guardia, y tuve que dejar mi apasionante lectura.
—Avete finito? Si torna già il libro nel suo posto? —preguntó el encargado de la carretilla tomando en sus manos religiosamente el tomo de mis desvelos.
—No, per carità! Ritornerò questo pomeriggio —dije apresuradamente.
Aquella tarde supe de los deslizamientos de aquella tragicomedia de galenos por las pendientes de la enajenación. Esta vez la divina criatura no reventó en confeti como el simulacro, sino que su pecho de mármol exhaló una luz tan brillante que dejó ciego al médico y a su enfermero. No paró ahí la cosa, sino que, atraído por el resplandor del maltrecho Harpócrates, acudió en su ayuda otro de los niños divinos, el peor, el Eros flechador de los dardos de oro y plomo, que clavó uno de oro en el corazón de Erófilo y otro de plomo en el hígado de la oca del diosecillo del silencio, provocando en ellos las acciones que les son propias. Desde entonces, se vio por las calles más infames de Alejandría al médico loco llevando en brazos al pájaro que no se dejaba besar por él sino que le daba fuertes picotazos en la barba.