I
Los animales, como no podemos hablar, y nacemos con la lección bien aprendida, sabemos cuando llega realmente una primavera, la cualquiera primavera, la postrera, la primavera del charco encopetado de luz, donde puede aún verse a una rana atractiva despeinarse un poco las neuronas de una salto a la orilla. Pero ustedes, increíbles humanos, a qué les va a saber este renacimiento incombustible de la naturaleza, si andan a bocados de muerte con unos escasos ochenta añitos de vida.
II
A veces se queda uno ensoñando bajo el agua cuál sería el gerundio perfecto para definir esa cualidad esencial del tiempo que es inherente al caos, el dulce caos ontogénico de la primavera, que presenta junto a los frutos de la guerra, el florecimiento de la gilipollez amargaritada de la conciencia, siempre a vueltas con ciertas cuestiones estéticas, mientras todo en derredor se pudre irremediablemente ante vuestras ociosas manos de oficinista.
III
No sería digno de un sapo parecerse a un corazón, o al revés, esos corazones que en la intimidad del espejo son incapaces de ver su verdadera cara del alma, no serían dignos de alojarse en un ser humano. Por eso mi dignidad omnisciente me obliga a ofrecerles una solución natural y biodegradable para enfrentar el advenimiento de esta primavera mortal con una sonrisa de flor cortada: corten Vds. la flor de su sonrisa transversalmente para que sobre la punta del corte descienda una lágrima de savia, y escriban con ella sobre el cristal del espejo, lo que deben inexcusablemente mejorar.