Apnea primaveral

Las horribles historias de Sileno

Con la llegada de la primavera he podido recuperar mi carnet de la piscina, tras aquella infortunada experiencia que me condenó a seis meses sin poder tomar el baño (https://lacharcaliteraria.com/la-libertad-es-un-sueno-inalcanzable/). Ahora he jurado a los monitores y al socorrista portarme bien y aprovechar la dinámica de esas clases de aquagym que el Ayuntamiento nos ofrece a los jubilados por el bienestar de nuestra salud física y mental. ¡Así sea! 

Suelo asistir a las sesiones a última hora de la mañana, porque tampoco me gusta madrugar. Así que acudo los martes y jueves de doce a una del mediodía para hacer ejercicio en la piscina infantil, acompañado por un colectivo de señoras mayores y en compañía también de algún viudo con el que, a la salida, voy a tomarme una cerveza por aquello de socializar. El doctor Farreras me lo tiene dicho: hay que hacer ejercicio, Marcial; comer poco y hacer vida social. Al menos yo lo intento, con las señoras y el viudo.

Sin embargo, en cuanto puedo me escapo del aquagym y me tiro a la piscina grande para hacer unos largos que me desentumezcan de tanto saltito y tanto flotador. Tres piscinas estilo braza, tres en crowl y tres en espalda, que tampoco hay que abusar. Suelo escoger los carriles en donde no hay nadie, evitando, eso sí, el carril rápido, que está restringido a los jóvenes deportistas. Nadadores olímpicos, los llamo yo.

Alguno de ellos se pelea con el agua, dando manotazos a diestro y siniestro, salpicando al compañero de carril e incluso a los del carril contiguo. Hay quien lleva aletas de goma, corchos entre los muslos y tubos de colores, para no tener que sacar la cabeza del agua. Van como bólidos, tratando de completar los mil quinientos metros en menos tiempo del que yo necesito para cubrir mis nueve piscinas. Hay también quien se desliza por el agua sin hacerse notar y a esos los aplaudo y admiro, porque hacen lo que conviene hacer en un espacio público como este, donde convivimos especies distintas, en sexo y en edad. Hay que ser respetuoso con todo el mundo, y con esa idea estoy comprometido.

Hace días que a esas horas acude a nadar una sirena italiana que se coloca en el carril de los deportistas. Es una chica bellísima, estilizada y con melena recogida, que atraviesa la piscina bajo el agua practicando apnea o buceo libre, a pulmón, con unas aletas de un metro de longitud y un tubo que vacía de agua al llegar a los extremos, para volverse a sumergir. Mientras yo he cubierto una de mis piscinas, ella va y viene y vuelve a irse y, quizá, regresa antes de que yo llegue a puerto. La admiro.

Hablé con el socorrista y, con su ayuda, la identifiqué. Se llama Matilde. Hasta hace poco regentaba una trattoria en el barrio de Torrefiel, al otro lado de la ciudad, de nombre Vesubio o Caruso, tanto da. Yo había cenado allí más de una vez. La chica me llamaba il professore, porque hubo un tiempo en que me dejé perilla y parecía un académico de la lengua. Además, quien me conoce sabe que mi trato es didáctico y ejemplar. El socorrista me dijo que la chica se había separado recientemente de su marido y venía desde Torrefiel hasta nuestra piscina para no encontrarse con él, que también practica apnea.

El otro día, sobre la una y media, la sirena nadaba por el carril contiguo al mío con otro deportista, un joven de pelo negro, atlético, con bañador minúsculo. Mientras yo hacía lo que podía en mi terreno, ambos jóvenes iban y venían por debajo del agua, retándose y alegrándose cuando se encontraban al final de la piscina. Entonces ella se quitaba el tubo de la boca y esperaba a que él acabase el recorrido para luego, allí mismo, y sin recato, morrearse con él hasta agotar el oxígeno que les quedara en los pulmones. Luego era él quien la esperaba. Se abalanzaba sobre ella, se revolcaban bajo el agua y cerraban el trato con otro morreo fenomenal. La cosa se ponía caliente y yo no podía dejar de mirarlos. A esas horas, la piscina suele quedarse vacía y solo quedábamos allí cuatro personas, contando al socorrista.  

Hay veces en las que uno ha de jugar la carta decisiva. Y a mí no me falta decisión, así que esperé a que Matilde emergiera del agua en el carril de al lado y, antes de que el joven del bañador minúsculo se sumergiera al otro lado de la piscina, le hablé.

—Señorita… —le dije— ¡Por uno de sus besos yo me dejaría ahogar en esta piscina!

—Perdone, no le oigo. ¿Qué me dice, caballero?  —me preguntó arrancándose los tapones de los oídos y lanzándome una sonrisa inquisitiva. Admiré las gotitas de agua que iluminaban sus ojos y sus labios, intensamente bellos y deseables.

—¡Que la he visto besándose con ese chico…! —proseguí— Y me preguntaba si no sería tan amable de darme también a mí un beso… 

—Por supuesto —me dijo con toda naturalidad— Enseguida. Acérquese. 

Cerré los ojos y Matilde, mi Matilde, la sirena de las aletas de apnea, me estampó un cariñoso beso en la frente, como Blancanieves con los enanitos, y concluyó el asunto antes de sumergirse de nuevo:

—¡Ahí lo tiene, buen hombre! ¡Todo para usted! 

Perdí el aliento. Cada uno tiene lo que se merece.