Ámbar gris

Repertorio personal para gótikos


El último gran viaje de mi hermana Ángela y yo antes de su muerte fue a Nueva Zelanda. En Kaikoura, la paradisíaca isla del sur del archipiélago, hicimos el tour de las ballenas y vimos focas y muchas criaturas amables y maravillosas; pero lo mejor fue comer langosta casi viva en el Pier, un viejo hotel ballenero. En Kaikoura todo era marino, todo olía a océano, a brea, y yo me sentía diluida en yodo y sal, y en algo más que me proporcionaba una inaudita sensación de felicidad.

Dando un paseo por la playa al atardecer, fuimos a parar a una calita donde la marea había dejado maderas podridas, algas y plásticos. Nos extrañó, porque los neozelandeses cuidan todas sus cosas y lugares con una mezcla de disciplina anglosajona y mimo maorí. Me hice daño en la planta del pie desnudo al pisar un guijarro arriñonado parecido a un pedazo de mármol. Ángela dijo: «Guárdatelo y que no lo te lo vean».

—¡Huy! —protesté sorprendida por su tono severo—Pero ¡si no es más que una piedra!

Me la quitó de las manos y la guardó en la bolsa donde llevábamos los mapas, la guía y la botella de agua, todo lo necesario para el turismo zen que solíamos practicar y con el que dimos juntas la vuelta al mundo sin derroches ni sobresaltos.

Me olvidé del guijarro hasta la noche. En el modesto hotel, después de cenar en nuestra habitación sendos cucuruchos de fish and chips comprados en un puesto de la calle, regados con un par de latas de Brew Moon, Ángela lo sacó de la bolsa y, sosteniéndolo entre los dedos, exclamó:

—¡Ámbar gris!

Confieso que yo ignoraba lo que era en realidad el ámbar gris. Lo relacionaba vagamente con las ballenas, pero no sabía en qué se diferenciaba del ámbar jurásico, de color miel, del collar que compré en el gran bazar de Estambul a un joyero sefardita. Una de sus cuentas contenía un mosquito atrapado en la resina.

—Para proteger a la fauna marina —dijo mi hermana—, está prohibido su comercio y hasta su tenencia, y aquí son muy estrictos con estas cosas. Vamos a comprobar si realmente es ámbar. ¿Tienes por ahí una aguja gruesa o un imperdible?

No, pero tenía un pincho chino de metal para sujetarme el cabello en lo alto de la cabeza. Se puso a calentar su punta en la llama del mechero durante un buen rato. Luego la clavó en la piedra, que chirrió y lagrimeó como si fuera un pedazo de cera. De la herida brotó un humillo blanco. Ángela lo aspiró con fruición y me lo echó hacia la cara con la mano.

—El mar ya lo ha curado —dijo—. Ahora es puro perfume.

El intenso y casi insoportable olor del supuesto guijarro, marino y animal con notas excrementicias, me transportó a las profundidades abisales, donde los grandes cachalotes se comen a los calamares gigantes. Habíamos visto uno de estos en el museo Te Papa Tongarewa de Wellington.

—Los cachalotes se comen incluso las cranquilurias, que es como se llama a unos calamares colosales, de dimensiones casi impensables —explicó Ángela con los ojos cerrados como si repasara una lección para oposiciones a bióloga—. Tienen entonces que segregar una especie de bilis o colesterol, del que forma parte la ambreína, para hacer fácil el tránsito por los intestinos de los temibles picos de estos gigantes de las profundidades. Los envuelven como encierra la ostra en capas de nacarada madreperla al elemento extraño que ha entrado en ella y la irrita. Y cuando las heces se disuelven en el agua marina o son comidas, el ámbar flota, se endurece, y en ocasiones acaba, como esto que tú llamas piedra, en las playas.

—¿Y qué? —interrumpí arrogante, avergonzada de mi ignorancia—. ¿Para qué demonios sirven estos detritus que hay que esconder con tanto ahínco?

—Esto lo usaban y lo usan los grandes perfumistas, que ahora lo compran sin escrúpulos en el mercado negro —explicó Ángela—. Vale mucho más que su peso en oro. La ambreína fija los aceites volátiles de los perfumes de alta gama y hace que duren más que las colonias de baratija que tú y yo usamos.

Aspiró con los ojos cerrados aquel olor ambiguo y abrasador, mientras yo me sumergía en las aguas oscuras del abismo, rodeada por la danza de los monstruos marinos y de peces como joyas. Aquello, además de asentar los perfumes, colocaba muchísimo, por lo menos a mí. Ni la resina de haschisch me había «puesto» nunca tanto.

Al día siguiente arrojamos la piedra al mar, porque Ángela, un poco paranoica, dijo que no quería tener problemas con la policía de la implacable aduana del paraíso.


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