Aunque apretó los labios, y se mordió la lengua hasta sangrar, Amanda no pudo, no supo o no quiso impedir que, junto con las convulsiones, saliera de su trémula boca el nombre del tercero. Ensombreció el lecho conyugal, justa y precisamente cuando su marido la estaba amando. El hombre se levantó. Fue hacia el armario, cogió la escopeta de caza, la cargó y montó. Y encañonó a su esposa con intención aviesa. Pero volvió el arma contra sí mismo. Disparó tan a bocajarro que su sangre corría por el rostro de la mujer.
Los amantes continuaron viéndose discretamente. En sus encuentros aparecía siempre la figura engorrosa de un fantasma. ¡Cuánto me quería! confesó Amanda, la viuda, acordándose del suicida.
Aquella tarde, en la humilde pensión del arrabal —lejos de su domicilio y con identidad falsa— la viuda gritó el nombre del difunto cuando hacía el amor con el otro. También éste —el otro— la amaba. El hombre salió del cuarto. No había nadie en recepción. Bajó la escalera silbando una vieja cancioncilla hasta alcanzar el fresco de la calle. La limpiadora gritó histérica. Había encontrado el cadáver desnudó de la mujer sobre la cama.