La ropa interior, pulcra y sencilla, se escondía de la mirada de los vecinos tras las sábanas tendidas, sobre unos cables tensos, perfectamente paralelos a una pared encalada. Y de repente un aguacero. Resignada a perder su forma original, la ropa empapada seguía embebiendo lluvia y se combaba por el peso con desidia. Simplemente era la colada, pero ahora, ante la tapia, parecía tan triste y vencida como las rodillas de los reos formando ante el pelotón de fusilamiento. Angelita, como si fuera la memoria histórica, se había olvidado por completo de recogerla. En cuanto se dio cuenta de su descuido, espoleada por sus reflejos, se cubrió la cara con una mano, antepuso un puño a su cara y levantó el codo a modo de escudo… y esperó. No le pegó nadie. Giró un poco la cabeza, solo una pequeña rotación de las vértebras dolientes del cuello sobre su cuerpo rígido, lo imprescindible para que el rabillo del ojo registrara la imagen: su marido estaba tras ella, tendido en el suelo, muerto… así que nadie le iba a pegar.
La mujer bajó el puño para posar su mano temblorosa sobre el marco de la ventana y la observó sorprendida como si no se la reconociera. La sangre remarcaba las grietas en las esquinas de sus dedos y perfilaba, de granate oscuro, las uñas roídas, empequeñeciéndolas aún más y avergonzándola por su dejadez. Aún muerto —pensó mientras su mano se escondía en el interior de un bolsillo, reencontrándose con un cuchillo— su marido encontraba la forma de avergonzarla. Reparó en la mancha de sangre que su mano había dejado sobre el lacado de la ventana y sujetándose el puño de la bata con la punta de los dedos, la limpió con la manga. Era mejor no dejarla secar, se dijo. Afuera, las plantas estaban hartas de agua, el suelo salpicado de tierra oscura y el cielo enlutado. Angelita pensó que ella no iba a llevar luto y sintiéndose crecida les gritó a los cristales “¡que le den por culo a la ropa!”.
Aun así, se meó encima.
No pudo evitar que la orina tibia se le derramara a chorro por los muslos, escociéndole en los cortes, encharcando el suelo y repicándole en los tobillos amoratados. Otra vez levantó el codo. De nuevo no recibió el golpe. Girándose sobre sí misma lentamente, dejando el aguacero de la terraza a sus espaldas y enfrentándose a lo que había hecho se ordenó “cálmate, cál-mate, cál-ma-te”.
El pulso le martilleaba las sienes bombeando un temblor hasta sus rodillas. El trance en el que se encontraba hoy era nuevo, desde luego, pero los síntomas no: se trataba de una angustia muy parecida a la que se calcaba, de una ocasión a otra, cada vez que él volvía a casa. Doméstico como el cajón del pan, el ahogo resurgía, pues, con familiaridad acostumbrada, obligándola a aspirar ruidosamente el aire que ansiaba para licuar la presión del pecho. Agh-agh-agh. Boqueaba como el pececillo que coletea prendido del anzuelo y alivia las branquias en cuando lo sueltan en el agua, aunque solo se trate de la escasa agua de un cubo. Angelita se dijo, para encorajarse, que debía sobreponerse a su propia asfixia. Sabía hacerlo. ¿Cuántas veces iban ya? Tantas como tempestades habían amainado bajo aquel mismo techo, despejando la incertidumbre sobre si aquel día iba a ser el último, y esta vez, por fin, la mataba. Pero no, de nuevo amainaba y lo hacía de forma reconocible. Por agotamiento: el dolor de los nudillos obliga al que pega a espaciar la frecuencia de los puñetazos y a sacudir la mano en el aire entre golpe y golpe, con los dedos abiertos, para encontrar alivio; un resuello delata que, quien patea, ya no puede más. A continuación, el principio del fin se acercaba de forma indefectible en cuanto él se bajaba las mangas gritándole un “pu-ta” entrecortado si se la había follado o un “gua-rra” si algo no estaba suficientemente limpio o, aunque lo estuviera. El punto y final al temporal lo ponía un portazo que hacía temblar las paredes y que se reverberaba en el interior de su cabeza como si unos platillos gigantes se entrechocaran desde cada lado de sus orejas. Después del aturdimiento, una vez tras otra, Angelita se obligaba a sobreponerse, a valorar ágilmente los daños y a recabar, de entre los escombros de su propia ruina, los casquillos con los que reconstruirse. No se concedía una pausa y se juraba que iba a ser la última vez mientras buscaba la calma necesaria, respirando lenta y profundamente, como ahora.
No, como ahora no. Ahora el oxígeno también olía a futuro. Esta sí había sido la última vez; por fin se había puesto en marcha.
Pensó en lo que se le podía venir encima y no le pareció peor que lo que dejaba atrás. Se subió la falda y le enseñó al cadáver los moratones; se garró la goma de las bragas empapadas y tiró de ellas; las embutió en la mano cerrando el puño. Se olió y apestaba. Necesitaba una ducha, relajarse, pensar, calmarse, calmarse, calmarse… y camino del baño, sorteando la sangre que manaba del cuello del hombre y se extendía por el suelo, amenazando con colarse debajo de los muebles, le dijo a su marido “Por Dios, lo estás poniendo todo perdido” y le lanzó las bragas meadas a la cara.
Bajo el agua hirviente frotó su cuerpo, cepilló sus uñas, lavó su pelo, enjabonó su sexo y le dolió.
Se puso guantes de goma, colocó un cubo bajo el grifo y entretuvo los dedos con el chorro del agua que levantaba una montaña de espuma “cálmate, cálmate, cálmate…”
Vació los bolsillos. Lavó el cuchillo y lo devolvió a su cajón en la cocina.
Recogió las bragas, la ropa del suelo del baño y puso una lavadora.
Arrastró el cuerpo de su marido hasta la terraza, lo dejó bajo la lluvia, oculto por la colada.
Limpió los muebles, el suelo, las ventanas, los cristales.
Y se sentó a esperar en una silla de la cocina a que terminara la lavadora. Dibujaba con el índice infinitos ochos invisibles sobre el hule de la mesa mientras urdía un plan: pondría una secadora, pensó que no estaba el tiempo para tender fuera y se le escapó una sonrisa; se iría con las manos vacías y lo puesto. Sus cosas, las que le importaban, se habían hecho añicos contra las paredes, durante las tormentas; nada debería aparentar una huida precipitada; no daría un portazo; se marcharía de noche evitando cruzarse con los vecinos. Al final, haber tenido unos vecinos tan metidos en sus asuntos, se le antojó una suerte.
De una vez por todas se iría. Y se levantó por fin de la silla, porque es lo que debe hacerse cuando una se pone en marcha. Sólo dedicó un instante a mirar hacia la terraza, a través de la ventana sobre el fregadero y, sin quererlo, pensó en su marido empapándose. La lluvia, probablemente, arrastraría su sangre esquinada y las huellas y orines de ella hacia los sumideros de la terraza. Pensó en la policía abriendo los cajones, toqueteando la ropa que habría dejado atrás, como una piel mudada; buscando indicios, huellas… pero ella ya no estaría allí porque ya se había puesto en marcha, ahora sí —se consoló—, ahora era de verdad y deshollinó su garganta con un verbo ronco que no podía ensordecer el aguacero “no te preocupes, lo van a encontrar todo muy limpio. Como a ti te gusta”.
Sin embargo, de algún infierno cercano, una voz con la que no contaba, cotidiana como el ahogo, como el cajón del pan, le contestó “Gua-rra” y fue incapaz de dar un solo paso más.