Evaristo Valcárcel caminaba sin rumbo fijo aquella noche por las afueras de la ciudad. Iba distraído, pensando en sus cosas, con las manos en los bolsillos. En la derecha llevaba una navaja cerrada. Tras descartar atracar a una pareja que estaba haciéndose arrumacos en un banco del parque, dado que el novio aparentaba ser mucho más fuerte que él, y no quería que le volvieran a partir la cara, dudaba entre asaltar algún chalet desprotegido o irse a casa a ver la tele y beberse un cartón de vino.
En esas cavilaciones andaba cuando, de pronto, una luz cenital intensísima le vino desde lo alto. Era como si un foco le inundara de luz blanca y él, un actor improvisado que hubiera olvidado su papel en un teatro vacío de público. Evaristo, confuso como estaba, se quedó paralizado.
—¡Ostras, Pedrín! —exclamó —. ¡Vaya nivel de voltios que se gastan algunos!
Descartando enseguida, por su posición, que se tratara de las luces de un coche patrulla, se quedó boquiabierto cuando vio que, encima de su cabeza, como a diez o doce metros, había un artefacto ovalado de cuyo centro inferior emanaba la potente luz.
—¡Cómo mola! Cuando lo cuente a los colegas van a flipar en colores.
De pronto, notó que tiraban de él hacia arriba. Una fuerza extraña, a modo de imán, lo absorbía y le hizo despegar, como si un ascensor invisible le transportara hacia lo alto. La panza del cacharro aquel se abrió para acoger a Evaristo que, como el lector puede imaginar, acababa de ser abducido.
Nada más subir, le llamó la atención una enorme sala circular llena de aparatos extraños y cables. En ella, un diminuto ser, una especie de hombrecillo de color azulado, de cabeza gorda, un solo ojo y una nariz a modo de trompetilla, parecía darle la bienvenida en un castellano metálico y renqueante, sin alma, como si lo hablara un robot. Estaba claro que aquel individuo había activado el traductor simultáneo:
—Bienvenido, amigo. Considérese en su casa.
—¡Vaya chabolo más guapo, tronco! Pagaréis una pasta de alquiler.
—No entiendo. La palabra «chabolo» no figura en nuestros registros. Tampoco soy un tronco. Eso es madera de árbol. Abeto, nogal, pino, abedul, alcornoque… Pasta tampoco: macarrones, fideos, espaguetis… No entiendo.
—No importa. Son cosas mías. ¿Aquí qué se bebe?
—Tenemos bebida energética —le mostró un vaso con un líquido anaranjado.
—¡Coño! Una fanta.
—No sé que es fanta. Fantasia, fantasma, fantasear…
—¿No tenéis vino? Lo digo por mezclarlo con la fanta —interrumpió él.
—El alcohol no existe entre nosotros. Lo siento.
Evaristo echó un trago de la bebida que le ofrecieron mientras miraba al hombrecillo azul entre asombrado y divertido. Aunque el brebaje aquel no tenía contenido alcohólico le resultaba grato y relajante y le impelía a decir sandeces.
—¿La trompetilla que tienes bajo el ojo es de las que suenan? A ver, déjame tocar…
—Hable usted con un poco más de respeto cuando se refiera a mis órganos sexuales. No es una trompetilla. Como dirían ustedes, se trata de mi pene.
—¡Qué tío más cachondo! ¿Y los huevos dónde los tienes? ¿En el sobaco? Jejejeje. Yo es que me meo.
—Bueno, terrícola, vamos al grano, que dicen ustedes. Le hemos hecho subir a nuestra nave para hacer un estudio completo de sus constantes vitales, tomar mediciones, comprobar sus niveles para ver funcionamiento y detectar posibles problemas.
—¿Me vais a pasar la ITV?
—Está de suerte. Le haremos, como dicen ustedes, un chequeo gratuito sin tener que ir al hospital y aguantar listas de espera. Todo rápido, de forma indolora, nada invasiva, gracias a nuestra avanzada tecnología. Usted se beneficiará de ello. Y nosotros también, porque somos científicos que estamos estudiando la fauna del sistema solar. Y usted parece un buen ejemplar de mamífero bípedo. Luego, cuando hayamos terminado, le devolveremos al lugar donde le recogimos. ¡Y ya está!
A todo esto, Evaristo no se había percatado de que, mientras hablaba con el extraterrestre, la trampilla inferior se había cerrado y el artefacto volador aquel había partido del lugar a toda velocidad hasta desaparecer en la noche. Tampoco se había dado cuenta de que la bebida energética que le habían proporcionado llevaba disuelto un narcótico que le dejó inconsciente unos minutos.
Cuando despertó, estaba reclinado en una especie de butacón. Delante de él, borroso todavía, estaba el hombrecillo del principio.
—¿Qué tal se encuentra? Le hemos hecho una exploración completa. Muy interesante todo. Nos han sorprendidos algunos hallazgos: los seis metros de intestino delgado, la doble circulación sanguínea, el tamaño reducido del cerebro, etc. Ya hemos registrado sus parámetros y solucionado algunas cosillas de poca importancia. Le hemos extirpado un testículo porque tenía un tumor que podría dar problemas en un futuro inmediato. También le hemos puesto un par de implantes dentales. Muy curioso su organismo. Con la sedación, su cipote se encoge y el glande se retrae como cabeza de tortuga ante el peligro. El hígado lo tiene un poco inflamado debido al alcohol. Debe dejarlo o tomarlo con moderación. Le hemos operado de cataratas y le hemos puesto un par de vértebras de titanio. También le hemos tirado a la basura la navaja y los calzoncillos con manchas marrones. Todo rápido y gratis ¿Qué le parece?
—¿Que me habéis hecho qué? La madre que os parió. Como me levante, no vais a tener espacio para correr. Seréis capullos. ¿Quiénes sois vosotros para andar enredando en mi cuerpo?
—Como dicen ustedes, de desagradecidos está el mundo lleno. No se preocupe que ya le llevamos de vuelta. Estamos llegando.
—¿Y qué hago yo ahora sin mi navaja y sin mis calzoncillos? Dejarme sin ellos es como quitarme media identidad.
—Los calzoncillos estaba cagados y la navaja mejor que no la vuelva a utilizar si no quiere complicarse más la vida. ¡Bueno, ya llegamos! Prepárese para bajar. Sitúese, por favor, en ese círculo luminoso.
—Por mí que os zurzan. Hasta nunca. Chao.
—Adiós. Que le parta un rayo, que dirían ustedes los terrícolas.