A un poeta aviador y comunista

La sombra liberada

El capitán González Gallarza yace en el suelo, en el polvo del aeródromo. Las pistas de aviación eran de tierra y moscas en 1923. Está muy grave. A su lado, un joven poeta lo contempla con satisfacción. Esa es la primera imagen que tengo de Alberto Bayo. En el instante del aeródromo y la sangre, el poeta ya ha publicado cuatro libros y ensueña un futuro brillante como grande de las letras hispanas. Ha vencido a un hombre en duelo. La hazaña le costará la expulsión del ejército.

Los hombres se hacían hombres más temprano: a los 24, Alberto Bayo no solo ha dejado medio muerto a un capitán; también ha publicado cuatro libros. Pensé (e hice bien) que debía seguir los pasos de Bayo, aprender de él, escribir sobre el héroe de Camagüey.

Con el tiempo, sigue creciendo en su hombría: a los 33 lo hieren en el Rif. Una bala entra en su ingle. No se habla de esa clase de heridas, que tampoco aparecen en las películas bélicas.

—A esa edad crucificaron al mártir de los parias —cuenta él, luego—. Yo, sin embargo, al moro que me disparó le di con la bayoneta en la cara y tres días más tarde ya me estaba emborrachando con mis putas predilectas.

Busqué sus libros de poesía durante años, aunque tuve que conformarme con dos libelos editados en Cuba, en donde cuenta la técnica de la guerra de guerrillas. Creí estar viviendo en un cuento de Roberto Bolaño.

En 1926 publicó dos novelas: Juan de Juanes y Uncida al yugo.

También di con unas frases sobre el poeta aviador y comunista en las memorias de García Oliver, que no le tenía estima: el dirigente anarquista, que presidía el Comité de Milicias, le declaró culpable del desastre en la invasión de Mallorca de 1936. García Oliver le recordó al poeta que la operación no estaba autorizada. Pero Bayo se limita a levantar una ceja y a acomodarse la bolsa escrotal dentro de sus pantalones. El poeta no soporta la quietud, y ese Comité lleva horas preguntando y deliberando, y obligándole a guardar asiento en una silla estrecha, prosaica.

Tras la guerra española, Alberto se va a Cuba, en donde participa en la revolución junto al comandante Guevara. Sigue publicando novelas y libros de historia: uno sobre Magallanes, otro sobre el capitán Alonso de Ojeda. Luego retorna a su poesía, siempre viril. Como la poesía es género que me rehuye, me olvidé del capitán Bayo en 2008.

Hasta que una tarde de la primavera de 2023, hallándome enfermo y con escasas fuerzas, me atreví a dar un paseo por las afueras de Valldoreix, población soñolienta de gente rica, de chalés señoriales y tristes, decadente, muy catalana. En una de las calles de esa villa descubrí una colección de inscripciones en metal, insertas entre las baldosas de la acera, que me obligaban a agachar la cabeza en señal de respeto (involuntario) para leer. Mi ánimo se ensombreció enseguida, ya que todas ellas hablaban de empresarios del textil, prohombres patrios y fundadores del Fomento del Trabajo. Exceptuando una serie de tres piezas y que narraba una historia: la que unía al general valenciano Vicente Rojo, a la cantante lírica Mercè Capsir i Vidal y a mi poeta aviador.

Vicente Rojo le incautó a Mercè Capsir su bella mansión en Valldoreix durante la guerra, y en ella moró Bayo durante un tiempo breve. Mercè Capsir se quedó sin casa, pero luego se cobró el servicio a la causa: una vez terminada la guerra, Mercè fue el alma del Liceo barcelonés, su diva más preciada. Los aplausos de los buenos catalanes, tras sus cantos, eran interminables.

Me detengo ante la inscripción que nombra a Bayo y, en mitad de una tarde de domingo, calurosa, pero sin insectos, aplaudo durante medio minuto al poeta aviador que no contempló Bolaño. Y luego, cuando recobro la conciencia de mi cuerpo enfermo, sigo calle abajo. Quizás debí dedicarme a la poesía.