Me gustaría viajar a la costa en esta recién estrenada primavera. Instalarme allí por unos días para conocer lo que se siente y experimenta una semana entera en los parajes tan amados del estío. Probablemente, al contemplar las playas desiertas, me recorra un escalofrío húmedo y aspire el olor especial del yodo que desprende el oleaje al batir con estrépito. Y lo amaré, simplemente porque ya lo conozco y lo contemplo desde la ilusión del retorno. Los paisajes se hacen tuyos cuando los has vivido tanto que te persiguen en sueños y el sueño es el regreso.
Sentir que perteneces a un lugar en el que no resides también es un triunfo. Consiste en desdoblarse y habitarlo con la fuerza de la imaginación. No importa si fuimos o no felices en él. Si perteneces a ese lugar tan fervorosamente es porque allí también se completó el círculo del sufrimiento.
El mar es refugio ante el abatimiento, por eso calma y despeja. Resulta la vía de escape para cualquiera que en su horizonte busque respuestas, aunque no llegue jamás a encontrar ninguna.
Huellas en la arena y el rugido primaveral del mar anunciando el despertar de su falso letargo. El viento azotando las prendas que me cubren y con las que el mar me contempla por vez primera. Primavera marinera.
QUIZÁS SEA MUY BUENA IDEA TRASLADARME HASTA ALLÍ SIN MÁS DILACIÓN MAÑANA VIERNES. Zarpar en el barco del capricho y de la apremiante necesidad de formular una pregunta al horizonte.